Arqueología vinícola: España recupera sus viñas más viejas
► El país vive una gran revolución del vino, con puntos como Galicia con más diversidad genética que toda Francia
Vive como si fuera el último día, cultiva como si fueras a vivir 100 años. Con estas palabras, el Master of Wine Fernando Mora inauguraba una charla sobre la recuperación de montes en el marco de Madrid Fusión. Sentado a su lado, un experto en la materia hablaba de esta realidad en su tierra natal. «En Canarias se sigue abandonado viñedo porque las nuevas generaciones no quieren trabajarlos a mano. Es cierto que requieren mucho más esfuerzo, pero son viñedos de muchísima calidad y el resultado final es más que positivo», exponía Roberto Santana sobre el proyecto de recuperación en de Envínate en Tenerife.
No se trata únicamente de hacer buen vino, sino de cuidar el territorio, valorar a los viticultores y devolverle a la gente lo que siempre ha sido suyo. A mediados del siglo XIX, la filoxera no consiguió atravesar el Atlántico y, gracias a eso, las Canarias son, a día de hoy, un reservorio de variedades endémicas, muchas de ellas perdidas, plantadas a pie franco y cultivadas de forma tradicional como la listán negro, la negramoll, la vijariego blanco o la baboso negro, entre otras.
«No plantamos viñedo nuevo, recuperamos esas viñas que se han abandonado o que están en vía de abandono para que no se conviertan en montes, porque valoramos el gran potencial de esas parcelas, independientemente del coste que conlleva mantenerlas, y porque queremos poner en valor el trabajo de los viticultores para que las nuevas generaciones sigan manteniendo estos viñedos», añade Santana.
Devolver el orgullo a los habitantes de una zona, saldar la deuda con los antepasados, preservar el legado histórico y transmitirlo para combatir la globalización, son las máximas de estos recuperadores de vid, que de alguna manera también son recuperadores de vida. Una vuelta al origen para reavivar el interés por variedades locales que se ha convertido en un nuevo ‘ leitmotiv’ para toda una generación de elaboradores. Viticultores comprometidos con la naturaleza y el entorno que ven en la salvaguarda de viñas viejas un homenaje a sus raíces.
De norte a sur de nuestra geografía hay un sinfín de viñedos escondidos, desahuciados, devorados por el monte. «Solo en Galicia hay más diversidad que en toda Francia, vivimos en un país que cuenta con cientos de variedades y merece la pena luchar por esos parajes tan increíbles», defiende Telmo Rodríguez con la vista puesta en Falcoeira (Valdeorras), uno de los grandes parajes abandonados de España. Una parcela de 2,7 hectáreas que el elaborador replantó hace más de 20 años a imagen del pasado, empleando uvas autóctonas casi desaparecidas –como la mencía, la brancellao o la sousón, entre otras–, con el objetivo de hacer de esta propiedad una de las mejores del mundo. «Estamos ante la mayor revolución que el vino español haya vivido nunca», sentenciaba el citado Mora en Madrid Fusión.
Este es el re
su resistencia a las condiciones climatológicas que se intuyen para el futuro», aclara el enólogo riojano.
En Castilla y León, Pepe Rodríguez de Vera lidera el movimiento Viñadores de Castilla por la recuperación y puesta en valor del patrimonio vitivinícola de Rueda, Toro y Ribera del Duero. Gracias a su afán por buscar parcelas singulares que le inspiren para hacer grandes vinos, el elaborador ha sido testigo en demasiadas ocasiones de cómo viñedos antiquísimos con gran potencial eran maltratados debido a la masiva explotación o abandonados a su suerte por falta de rentabilidad. Han conseguido identificar hasta 40 cepas diferentes, algunas de ellas plantadas por dos generaciones atrás y otras completamente desconocidas que están en proceso de estudio.
Como restaurador de patrimonio, su visión es muy clara: mantener con vida aquellos viñedos que merecen ser puestos en el mapa y darles el protagonismo que nunca se les ha dado con la mejor arma que tiene, la viticultura. «Se tardan años en devolver a la vida algo que sigue latente y con ganas de mostrarnos de lo que es capaz», comenta Rodríguez de Vera. Para ello, utiliza prácticas como la poda de respeto, enfocada en preservar la estructura y la salud de la planta, priorizando la calidad sobre la cantidad, para que pueda expresar todo su potencial sin forzarla. «Siempre con el máximo respeto al medio ambiente, sin aportar químicos», puntualiza. El objetivo es conseguir que viñedos que han pasado tantos años de maltrato y olvido vuelvan a dar vinos extraordinarios.
Hace nueve años, Javi Estévez puso en marcha un arriesgado proyecto personal, un restaurante dedicado exclusivamente a la casquería. Algunas voces mostraron sus dudas de que la especialización en las vísceras tuviera recorrido. Se equivocaron de plano. La tasca registró llenos diarios desde aquellos primeros días y en 2018 logró una estrella Michelin. Recompensa merecida al trabajo de un cocinero que aprendió mucho y bien de Julio Reoyo, uno de los mejores especialistas en la materia.
Con esa base y mucha imaginación, Estévez se lanzó a esta aventura, ejecutando elaboraciones muy actuales, refinadas y aligeradas. Todos los mal llamados despojos son protagonistas de una magnífica cocina que tiene como bandera la cabeza de cochinillo, servida entera, que se ofrece como un extra (35 euros) de los menús degustación.
La primera Tasquería se quedó pequeña. Por eso acaba de trasladarse a un local más adecuado al final de Modesto Lafuente. Frente a la amplia cocina, una pequeña barra para tres personas. Se han incorporado además propuestas de coctelería. Eso sí, las mesas siguen sin manteles. Hubiera sido un buen momento para corregirlo.
Todo gira sobre tres menús y algunos extras. El más breve (59), pensado para completar con la cabeza de cochinillo. Otro (78) recorre los platos de más éxito de estos nueve años. El tercero (96) alterna clásicos con nuevas creaciones. En todos los casos, con máxima flexibilidad para cambiar platos y compartir diferentes menús en la mesa.
El más largo se abre con una serie de pequeños bocados para comer con las manos: embutidos de lengua de ternera e ibérico, buñuelo de hígado de cabrito, tartaleta de criadillas, seso de cordero rebozado y brioche de guiso de lengua, a cuál mejor. Terminan los aperitivos con una espuma de alubias con rabo de cochinillo frito.
Luego, excelentes las manitas de cerdo con lentejas en escabeche, lo mismo que las mollejas de cordero asadas con mantequilla de cabra y rebozuelos, plato que enlaza con la alta cocina en versión informal. Buenos tallarines de calamar en carbonara con cacheira gallega (de La Molinera de Lalín), aunque se agradecería más cantidad de esta última. Notable el juego de navajas y tendones en salsa meuniere y sobresalientes los riñones de conejo al jerez con champiñones.
Concluye la parte salada con el estupendo guiso de callos, pata y morros, pero como ya lo conozco pido cambiarlo por el kubak de crestas de gallo y chipirón con yema de huevo. Estupendo guiso, pese a que las crestas están en trozos demasiado pequeños. Ya no debería tener miedo Estévez al rechazo a determinados productos.
Para terminar, dos postres correctos: refrescante el granizado de lima con manzana osmotizada, espuma de coco (prescindible) y sorbete de apio, y divertido el guiño ‘gore’ en el llamado Hannibal, con un tocinillo con forma de sesos (algo amazacotado), helado de crema de leche y coulis de frutos rojos. Mención especial para la buena dirección de sala de Ana Moya y para el trabajo de la sumiller Marta Hernández, al frente de una notable bodega.
Dirección: Modesto Lafuente, 82. Madrid. Tel 91 451 10 00. Cierra sábado y domingo.
Lo mejor: el gran trabajo con la casquería.
Precio medio: Menús degustación, 59, 78 y 96 euros.