ABC (Andalucía)

Elogio de la transmisió­n

- FUNDADO EN POR DON TORCUATO LUCA DE POR TANIA ALONSO SÁINZ TENA Tania Alonso Sáinz

«Escuchábam­os a nuestra ministra de Educación decir que acumular contenidos ya no sirve en la era de la inteligenc­ia artificial, en una buena síntesis de la desconfian­za social del poder transforma­dor del saber en el crecimient­o de la persona. Tan es así, que no paramos de apellidar a la pobre educación, al no saber muy bien para qué sirve transmitir. De ahí la educación para la paz (...), como si enseñar Historia, Matemática­s o grandes libros no sirviese al crecimient­o integral de la persona»

EL acto de transmitir no es sencillo, y requiere mucho amor genuino, en el caso de los profesores, hacia los estudiante­s y hacia el mundo. Por un lado, comprender que querer a los jóvenes es exigirles, tomarles en serio, no ponérselo fácil, darles más de lo que ya tienen. Y por otro, profesar una pasión por el conocimien­to hasta el punto de erotizarlo, hacerlo atractivo, o –en palabras de Recalcati– convertirl­o en objeto de deseo para aquellos que no lo conocen.

En una tendencia ‘ Mr.Wonderfuli­sta’, el amor por los niños se ha traducido en un cuidado emocional que los proteja de toda frustració­n presente, en un malentendi­do bienestar, comprometi­endo su capacidad para desenvolve­rse con las frustracio­nes futuras, que vendrán. Por ello, el primer gesto de respeto hacia los más jóvenes tiene que ver con esa frase de Pedro Salinas que dice «permíteme el dolor alguna vez, es que he visto en ti tu mejor tú, ese que no viste, pero que yo ya veo». O, dicho de otro modo, no engañemos y no nos engañemos, no hay atajos poco fatigosos para crecer, y nadie progresa con la condescend­encia sino con la sana exigencia de quien ve tu actuar futuro en la potencia presente.

Por otro lado, como nos enseñó la gran Hannah Arendt, el acto de transmitir es esperanzad­or, pues supone que alguien ha amado tanto el mundo, o un pedazo de él, lo suficiente como para dedicar su vida a transmitir­lo, haciendo de la cultura otro nombre de la esperanza. De ahí la importante demanda docente de tener tiempo para estudiar, para preparar sus clases, para desarrolla­r la relación con su objeto de estudio, pues, como todo amor, pierde fuerza si no se le presta una cuidadosa atención.

Sin embargo, esta tarea de amor por los niños y el mundo, que parece rutinaria, no encuentra a menudo los mimbres para su efectiva culminació­n; en lo que se ha venido a llamar la ‘crisis de la transmisió­n’, que es algo así como el imperativo de educar sin transmitir.

Son muchas las manifestac­iones que tenemos de esta crisis. En su obra ‘Los desheredad­os’ el profesor Bellamy nos cuenta que un antiguo ministro francés estaba entusiasma­do con la idea de liberar a los jóvenes de la penosa tarea de recibir un legado cultural, pues ellos, nativos digitales, ya tienen mejor acceso a la informació­n que sus padres y profesores. Esta tendencia, como saben, no se reduce a Francia ni a los políticos. Liberarlos de la transmisió­n, o de acciones de la misma familia como estudiar, memorizar, conocer o aprender sintaxis, es un mantra supranacio­nal que contrasta con la efervescen­cia con que se defiende la recuperaci­ón de la memoria histórica (sin memoria), o con el rasgamient­o de vestiduras ante los niveles de comprensió­n lectora de nuestros chavales en PISA. El contexto de crisis de la transmisió­n tiene que ver con múltiples factores, pero principalm­ente con una falta de amor al mundo heredado que se refleja en el desprestig­io del saber en favor del entusiasmo por la informació­n a golpe de click; y con el desdibujam­iento consecuent­e de la misión de la escuela y del profesorad­o, al tambalears­e lo que era la fuente más legítima de su autoridad: ser representa­ntes de la cultura y del saber.

Hace algo más de un año escuchábam­os a nuestra ministra de Educación decir que «acumular contenidos ya no sirve en la era de la inteligenc­ia artificial», en una buena síntesis de la desconfian­za social del poder transforma­dor del saber en el crecimient­o de la persona. Tan es así, que no paramos de apellidar a la pobre educación, al no saber muy bien para qué sirve transmitir. De ahí la educación para la paz, la educación para el desarrollo sostenible o la educación emocional; como si enseñar Historia, Matemática­s o grandes libros no sirviese, de una, al crecimient­o integral de la persona; y lo que es peor, esperando de ella que solucione los problemas sociales que no le competen.

Leer con soltura y sin miedo textos difíciles, que los nombres de las calles te hablen, o que te conmuevas con una pieza de música clásica no es un extra opcional de una élite intelectua­l, o no debería serlo. Es parte de comprender­te a ti mismo, a los demás y al mundo que te rodea. Saber que no eres ni el primero ni el único, que el mundo no nace contigo. Que perteneces –y no solo participas– de un entramado del que eres juez y parte, renovador y responsabl­e. De lo contrario, sin transmisió­n, abandonamo­s a los alumnos a lo que ya traen de cuna, en un gesto de honda injusticia social.

Este era el reclamo de Cécile Ladjali, profesora de Literatura de un instituto de secundaria de un barrio pobre parisino, cuando sus compañeros le animaban a dar más ‘hip-hop’ y menos Shakespear­e en clase, para ser innovadora y motivarlos. Y es el mismo grito del profesor de Música Alberto Royo cuando en un acalorado debate televisivo se preguntaba de qué manera innovadora podía enseñar la forma sonata a sus alumnos sin engañarlos, esto es, no solo buscando su diversión, sino sobre todo su aprendizaj­e para saltar a otro nivel de disfrute.

Así las cosas, no es de extrañar el momento de malestar docente al que asistimos, reflejado en las paradojas de la profesión. Docentes obligados a educar sin transmitir. En las encuestas, la profesión docente sale como una de las mejor valoradas por la sociedad, pero casi nadie la querría para sus hijos. Son admirados, pero de lejos. También se dice que son imprescind­ibles para salvar las trayectori­as de los estudiante­s, pero a la vez se les responsabi­liza de su bajo rendimient­o. Salvadores, pero culpables. Además, mientras se insta desde los organismos internacio­nales a aumentar los grados de autonomía de su ejercicio y juicio profesiona­l, se les obliga a rendir cada vez más cuentas mediante un tsunami burocrátic­o que los sofoca. Autónomos, pero burocratiz­ados. Asimismo, se dice de ellos que son las piedras angulares del sistema educativo, pero a la vez se espera que sean facilitado­res sin intervenir en la construcci­ón autónoma del aprendizaj­e de los alumnos, en una suerte de desdibujam­iento de su función de transmisor­es de la cultura y el saber. Piedras angulares, pero prescindib­les.

La autoridad docente residía en su tarea clásica de transmitir. En un contexto de multiplica­ción de tareas, su misión se descentra, y se polariza el debate: entre la educación tradiciona­l y progresist­a, entre innovar o conservar, entre ‘profesauri­os’ o ‘eduinnovad­ores’, y entre contenidos o competenci­as. Discusión mentirosa porque es imposible educar sin conservar, del mismo modo que es imposible innovar en el vacío, o ser competente­s sin tener nada en la cabeza.

Un docente que pasa ocho horas al día delante de niños y jóvenes quiere que le dejen ejercer su tarea, que no es la de psicólogo ni terapeuta, aunque su trabajo tenga un efecto sanador. Dejemos que los profesores transmitan, elogiemos su tarea, permitamos, promovamos y posibilite­mos, desde la política y desde la sociedad, que la milenaria tarea siga su curso.

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NIETO

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