ABC (Andalucía)

Juan Ortega se consagra en la Maestranza

► Un ramito de muletazos a cámara lenta obra el milagro y hace olvidar el petardo ganadero

- JESÚS BAYORT SEVILLA

Una faena sin rotundidad, o una faena rotunda. Un toro sin cuajar, o un toro bien cuajado. Imperfecta y perfecta. Pausada y enérgica. Desconcert­ante. Un delirio con el que se obró el milagro en la Maestranza para conseguir que se termine hablando de Juan Ortega y así olvidar la limpieza de corrales que, hasta ese santo momento, había arruinado la tarde de mayor expectació­n del serial. El torero sevillano, a cámara lenta, se consagró en el gran templo del toreo. Le bastó con un ramillete de muletazos, sin necesidad de alcanzar todo lo que ese supremo animal le podía dar, para obrar el milagro. El milagro del temple, y de la calidad. Un torero con vitola, maestro del pitón a pitón, que seguía pendiente de un triunfo que lo encumbrase. Y llegó...

Al filo de la noche caía la bolita de Rafael de Paula, la que había salido a las doce de la mañana con el número 74 apuntado sobre un papel de fumar. Un toro que, como su tocayo madridista, venía con un imperio detrás. Florentino se llamaba, perfecto en su hechura. Enmienda a la totalidad del despropósi­to de los herederos de Domingo Hernández, un saldo de corrida que no merecía acompañar a este toro supremo. Brindado a Pepe Luis Vázquez, summum de la sevillanía. Como la faena de Juan Ortega. Con cadencia, soñada. Un magistral inicio entre ayudados por alto y por bajo, de la trincheril­la al interminab­le cambio de mano.

Tenía ese Florentino el don de la transubsta­nciación. El toro de la mitología, hecho divinidad. Sublimado al ralentí, una súper lenta tan increíble como real. Caían los muletazos de Juan Ortega como gotas de vino sobre el pan de su consagraci­ón. Una comunión perfecta. Florentino y Ortega, el toro y el torero del molde. Hechuras insuperabl­es. Como el temple al natural, profundo y limpio. No había continuida­d, pero había gestos, expresión. Un torero distinto. Ahí estaba el remate de su primera serie con la diestra, un pase de pecho genuflexo. El tremendism­o hecho arte.

Tenía mucho más ese Florentino. Y quizá ése sea el milagro supremo de Ortega, que sin exprimirlo y sin cuajarlo en redondo le ha cortado las dos orejas de su consagraci­ón, las que lo ponen en la cima del toreo. Tiene Juan Ortega el don del toreo de pitón a pitón, el toreo en ochos. Lo borda a la verónica, en los inicios y en los finales y también en el uno a uno. Pero sigue faltando la rotundidad en redondo, que las series sean ligadas y dinámicas, que sean rotundas.

Que en lugar de dos orejas hubiera sido... ¡ole por Juan Ortega!

Había sido la tarde un despropósi­to total. Basta con recordar lo del quinto –Treinta y Tres–, tuerto en el país de los ciegos. Más malo que el malo de la corrida de Santiago Domecq, aunque salvado, si es que se puede calificar así, tras levantar a medias la tarde. Un respiro, gracias al empuje zahorí de Daniel Luque, que descubría algo en el fondo del subterráne­o de la tarde. Con el ánimo por los suelos. Como el que trajo el torero a su llegada, menos fresco, más apático. La comunión fue tarde, pasando la puerta de la enfermería. Con el toro rajado, con el torero crecido. Inventando tandas, con más vibración que calidad. Con el paisanaje loco, desatado entre ‘luquecinas’... Una oreja al esfuerzo del torero. Cuarta de una Feria de la que, por el momento, es claro triunfador.

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