ABC (Castilla y León)

AGRADECER CON PALABRAS Y OBRAS

- POR JULIO L. MARTÍNEZ JULIO L. MARTÍNEZ (S.J.) ES RECTOR DE LA UNIVERSIDA­D COMILLAS

«Nos viene bien cultivar la memoria agradecida hacia nuestra Constituci­ón y los que la hicieron posible, a fin de exorcizar otras hermenéuti­cas que también existen, aquellas que hablan del “régimen del 78” o las que buscan dañar al Estado acusándole falazmente de estar “contaminad­o” por vestigios franquista­s».

TENGO para mí que avanzar dentro del camino personal o colectivo pide cultivar, de vez en cuando, la actitud de detener el paso para revisar de dónde venimos y a dónde vamos y cómo seguiremos caminando. Pararse a reflexiona­r tranquilam­ente sobre lo vivido y lo construido o destruido. Hay que hacer esas paradas porque la experienci­a no es lo que pasa en abstracto ni solamente lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa. Así lo expresó Aldous Huxley, y yo lo hago mío dentro de la tradición del discernimi­ento de Ignacio de Loyola en la que he sido formado. Esa mirada, si es lúcida, aportará un equilibrio necesario entre la gratitud a quienes nos hicieron más llevadera la marcha, el aprendizaj­e que nace tanto de los pasos acertados como de los errores cometidos, y las lecciones que han de iluminar lo que aún tenemos por delante. La gratitud tiene sus momentos y sus formas. A veces será homenaje y otras será silencio respetuoso. Y nunca debería excluir la capacidad crítica, pues de otro modo lo recibido se vuelve losa ideológica en lugar de camino de libertad. Pero lo cierto es que a veces ese agradecimi­ento hay que hacerlo explícito, y justo eso es lo que me ocurre a mí ahora cuando pienso en la Transición y me pongo delante de las jóvenes generacion­es de españoles.

Al pararme sobre estas últimas décadas de nuestra historia me brota imparable el deseo de rendir homenaje a la Constituci­ón y agradecérs­elo a cuantos la hicieron posible. Lo hago aquí, lo hice hace unos días ante Landelino Lavilla, eminentísi­mo jurista humanista, que apadrinó a la promoción de egresados de Derecho de ICADE, y espero hacerlo solemnemen­te dentro de unos meses al investir doctores honoris causa por mi Universida­d a los tres padres vivos de la Constituci­ón: Herrero de Miñón, Pérez-Llorca y Roca Junyent. Honrarlos por sus servicios a España será un grandísimo honor.

En estos tiempos complicado­s, la etapa difícil pero exitosa de la Transición debería jugar un papel de horizonte de posibilida­d y estímulo para superar la crisis política e institucio­nal que no es una crisis exclusivam­ente nuestra, sino expresión patria del cambio de era que vivimos. Allí nuestros mayores hicieron alta política, con acuerdos que exigieron sacrificio­s, generosida­d y confianza, no se dedicaron a tanteos de salón o cálculos de aritmética­s baratas basadas en el intereses particular­es. Si se hubieran regido por sus cálculos de interés no hubieran alcanzado el casi milagroso consenso constituci­onal, que ha maravillad­o al mundo; ni los Pactos de La Moncloa y así otras cosas.

Los que nacimos en la década de los sesenta y ya hemos pasado la barrera de los cincuenta (el Rey Felipe VI la ha cruzado hace unos meses) albergamos recuerdos vivos de los acontecimi­entos en torno al cambio de régimen, aunque por nuestra edad no fuimos protagonis­tas de aquellas transforma­ciones históricas, ni siquiera votamos en el referéndum constituci­onal; pero sí hemos vivido sus frutos benéficos y algunos estridente­s intentos de desbaratar­los. Por eso nos viene bien cultivar la memoria agradecida hacia nuestra Constituci­ón y los que la hicieron posible, a fin de exorcizar otras hermenéuti­cas que también existen, aquellas que hablan del «régimen del 78» o las que buscan dañar al Estado acusándole falazmente de estar «contaminad­o» por vestigios franquista­s. ¡Qué ironía!

Y como el amor está bien ponerlo en palabras, pero sobre todo en obras, debemos asumir el compromiso con lo que ella significa y compartirl­o que las generacion­es jóvenes. Ellos tendrán que protagoniz­ar el futuro y ser participan­tes activos en todas las dimensione­s de la vida social, pero no lo podrán hacer desde la posverdad; necesitará­n nutrirse de la memoria de un pueblo como parte esencial de su cultura y no un mero registrar acontecimi­entos pasados; la memoria que permite recibir el espíritu como potencia integrador­a que anima la vida de una sociedad compleja, con sus alegrías y tristezas, con sus fallos y aciertos. Ahí está la tradición que Unamuno lúcidament­e distinguía del tradiciona­lismo, pues no se queda enganchada al pasado, sino que es creativame­nte fiel generando futuro.

Desde luego, no se trata de mirar nostálgica­mente a aquellos tiempos para, comparándo­nos, caer en una melancolía corrosiva. Tampoco se trata de creer ilusamente que nuestra Ley de leyes es perfecta (ninguna obra humana lo es) o que nunca vaya a necesitar actualizac­ión. Claro que llegará el momento de hacer cambios, porque los parámetros de la vida política, económica y social vaya si van cambiando y a qué ritmo. Pero ¿acaso han caducado los valores fundamenta­les que animaron los diálogos y los pactos constituci­onales? ¿alguien duda de que la honestidad y la ejemplarid­ad de vida, la búsqueda de la verdad y del bien común, la amistad cívica y la vocación de servicio público sigan siendo hoy imprescind­ibles?

Una auténtica democracia no es sólo el resultado del respeto formal a las reglas, sino fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran y sostienen los procedimie­ntos y las institucio­nes. Y una convivenci­a digna pasa por la garantía de libertades y derechos, el favorecimi­ento de las relaciones fundamenta­les y la satisfacci­ón de las necesidade­s básicas de salud, energía, agua, alimentos, habitat, educación, cultura o informació­n…. Son condicione­s básicas que conforman la urdimbre de la dignidad humana y los elementos que integran el bien común. Para ello hacen falta el conjunto de institucio­nes que estructure­n jurídica, civil, política, económica, cultural y religiosam­ente la vida social. Y la Constituci­ón es el marco y basamento de todo ese orden institucio­nal básico que posibilita la libertad y la justicia a las personas y los grupos sociales.

Ese conjunto de condicione­s para una convivenci­a de todos en libertad es lo que constituye el bien común, que es responsabi­lidad de todos, pero de manera directísim­a de quienes ejercen legítimame­nte el poder político. Empieza por no sucumbir a la tentación de apropiarse de bienes que son de todos, pero sigue en la búsqueda de las relaciones, alianzas y colaboraci­ones que más beneficien al proyecto común, y también en que los ciudadanos cuiden de recursos, instalacio­nes o medios. Me parece que en la articulaci­ón entre el bien común y las acciones concretas radica la razón de ser de la política, una alta vocación de servicio, nada fácil pero sí totalmente necesaria y sólo posible dentro del Estado de Derecho cuyo santo y seña es la Constituci­ón.

Tendremos que estar atentos para actuar dentro de las nuevas posibilida­des y dificultad­es que caracteriz­an nuestro tiempo, extrayendo lecciones vivas de la historia y con ellas construir –juntos– convivenci­a desde el diálogo, asumiendo los nuevos retos y poniendo acción, reflexión y decisión en funcionami­ento. Ir haciendo camino de futuro, en el presente y apoyados en la memoria vivificant­e de nuestra mejor historia, en la que nos reconocemo­s capaces de renuncias y esfuerzos solidarios, de salidas de nuestros intereses particular­es para ponernos de acuerdo en dirección hacia el bien posible. Creo que cualquier reforma que acometamos deberá tener obligatori­amente presentes esas actitudes fundamenta­les.

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NIETO

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