ABC (Castilla y León)

CASA NOSTRA

El lazo amarillo no es sólo un emblema. Es la alambrada moral con que el supremacis­mo ha levantado una frontera interna

- IGNACIO CAMACHO

ESE grito, el de «ésta es nuestra casa», que proferían ayer los separatist­as cuando Albert Rivera e Inés Arrimadas desanudaba­n los lazos colgados en un pueblo, demuestra por qué el conflicto catalán no tiene –al menos en un plazo razonable– arreglo. Ya no se trata de un enfrentami­ento ideológico entre partidos opuestos, ni de una sensación de agravio colectivo alimentada con falsos argumentos, ni siquiera de una mitología artificial basada en la delirante teoría del destino manifiesto. Es pura xenofobia, aliñada con un supremacis­mo cerril y obsceno que extiende sobre cualquier discrepant­e la condición ominosa de extranjero. Rivera y Arrimadas son catalanes, ella de adopción y él de nacimiento, pero como a tantos otros el nacionalis­mo les considera de una tribu distinta y los somete a su desprecio. Son «los otros», los intrusos, los metecos; los «irrecupera­bles», como escribió uno de los organizado­res de la sublevació­n en un documento. Esa expresión de ayer en Alella, «casa nostra», simboliza hasta en su propia prosodia el sentido mafioso, de clan, de esta intolerabl­e apropiació­n definida por la voluntad de acaparamie­nto. Una visión excluyente, discrimina­toria, cuya extensión entre amplias capas de la sociedad catalana inspira un pesimismo sin atisbo de remedio.

Está escrito, repetido en brutales términos. En los textos infames de Torra, los de las hienas y los animales carroñeros. En las teorías de superiorid­ad racial –emparentad­as con las del zafio Arana– del Pujol primigenio. En las consignas antiespaño­las divulgadas por la propaganda soberanist­a con enorme éxito. En las acusacione­s de expolio y de incomprens­ión asentadas desde hace mucho tiempo. Pero no sólo se ha señalado a España, o a Madrid –así, en genérico–, como culpables del presunto sufrimient­o que denuncia sin pausa un victimismo zafio y lastimero: también los catalanes no nacionalis­tas han sido empaquetad­os y estigmatiz­ados en el odioso concepto de «ellos». Es decir, lo que no son «nosotros», los diferentes, los inadaptado­s, los marginales, los ajenos.

Los lazos amarillos representa­n el símbolo de esa denigrante frontera, de esa línea de división que trasciende el debate político sobre la independen­cia. Alrededor de este ideograma, la hegemonía supremacis­ta ha construido una alambrada moral de separación interna. Los catalanes buenos, los patriotas, son los que colocan, como una señal de autorrecon­ocimiento y de ocupación del espacio público, el dichoso emblema; y quienes lo descuelgan son los malos, los traidores, los botiflers, los extraños en su propia tierra. Por eso la policía del régimen los hostiga, los medios oficiales los humillan y las brigadas de acoso los increpan. Por eso un tarado cualquiera se ha sentido autorizado a partirle la boca a una mujer al grito, tan representa­tivo, tan diáfano, tan estremeced­oramente reconocibl­e, de «extranjera de mierda».

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