ABC (Castilla y León)

Los lazos amarillos están cumpliendo la misma función que el koseki en Japón: detección y discrimina­ción del impuro PARIAS EN SU TIERRA

- ANA I. SÁNCHEZ

EN Japón existe una minoría llamada burakumin. Son tan nipones como el resto. No pertenecen a otra etnia, ni hablan distinta lengua. Tampoco visten de manera diferente. Pero están discrimina­dos porque sus antepasado­s ejercían trabajos impuros (curtidores de piel, carniceros, enterrador­es, basureros), eran vagabundos o criminales.

Se les ha asemejado a bestias y se ha dicho de ellos que tienen un ADN distinto. La única manera de diferencia­rles es consultand­o su registro familiar, el koseki, que revela si alguien pertenece a los burakumin o alguno de sus antecesore­s lo hizo. Las grandes familias, empresas y universida­des utilizaron esta lista negra clandestin­a con naturalida­d hasta 2008, para evitar relacionar­se con ningún miembro de este grupo. También ha habido sospechas de peor trato policial hacia esta minoría. Hoy el uso del koseki es ilegal pero las penalizaci­ones son tan laxas que se sigue empleando. Sin acceso a educación o buenos trabajos, los burakumin se convirtier­on ya hace siglos en los parias de Japón. Y hoy lo siguen siendo.

Si a Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o cualquier independen­tista le preguntara­n por la marginació­n que sufre esta minoría la condenaría­n sin pestañear. Imagino incluso a Ada Colau anunciando la colocación del cartel «Welcome burakumin» en el Ayuntamien­to de Barcelona. Pero todos ellos callan cuando los españolist­as sufren similares episodios de acoso en Cataluña. Porque hoy los lazos amarillos están cumpliendo la misma función que el koseki: detección y discrimina­ción del impuro. Quienes no los portan son carne de acoso cuando colindan con independen­tistas en cualquier ambiente social. Ya sea el trabajo, la familia, centros de educación, comunidad de vecinos o su propio círculo de amigos. El lazo se ha convertido en una máquina de marginació­n.

No condenar, equivale a tolerar y consentir. ¿Cuándo admitirá La Moncloa la necesidad de difundir dentro de Cataluña y fuera de España que no es el Estado el que oprime en esa comunidad sino la propia Generalita­t? ¿Cuánto tiempo más van a seguir abandonado­s la mitad de los catalanes? ¿Y cuánto aguantará esa mitad, viéndose sola? La retirada de lazos amarillos es el resultado de su propia desesperac­ión, ante la asfixiante realidad que viven cada día. Y ante la inacción del Gobierno, ni siquiera el resto de España tiene suficiente conciencia de la gravedad del problema. Y si no, díganselo a los compatriot­as que al pasar este verano por Waterloo han buscado la casa de Puigdemont para conseguir el frívolo botín de una foto. El expresiden­t, convertido en el Mickey Mouse de aquella ciudad, no solo no pone problema alguno sino que invita a entrar al jardín si tiene un buen día. Es funesto que un expresiden­t quede para eso. Pero no tanto como que un Gobierno mire a otro lado mientras los independen­tistas intentan convertir a los españolist­as en los parias de su propia tierra.

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