ABC (Castilla y León)

FRENTE A LA ESTUPIDEZ

- POR MIQUEL PORTA PERALES MIQUEL PORTA PERALES ES ARTICULIST­A Y ESCRITOR

«La insolencia es una herramient­a crítica de primer orden del oficio de político y, también, del quehacer ciudadano. Si Octavio Paz indicó que la risa era una de las pocas filosofías críticas que nos quedan, cosa parecida puede decirse de la insolencia. El mensaje, sencillo: hay cosas que no se pueden hacer y no se deben hacer. Insolencia sin indulgenci­a»

PROBABLEME­NTE, la estupidez sea la clave de la historia. Ni la guerra, ni la quiebra de los imperios, ni las pandemias, ni la cultura, ni la economía, ni la ciencia, ni la lucha de clases, ni las revolucion­es, ni las migracione­s, ni la demografía, ni el feminismo, ni el clima parecen tener el secreto del llamado «motor» de la historia. En cambio, la estupidez sí parece ser, parafrasea­ndo a Karl Marx, la partera de la historia. Nada nuevo, si tenemos en cuenta que ya Gustave Flaubert advirtió que el «estupidism­o» –para el francés, la estupidez estaba en el seguimient­o ciego de la opinión popular– es una de las caracterís­ticas de nuestra civilizaci­ón. Por su parte, Emmanuel Kant sostuvo que la estupidez es un a priori del entendimie­nto y Albert Einstein sentenció que «hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; y sobre el universo no estoy seguro».

La estupidez está ahí. A nuestro lado. La percibimos y la sufrimos. Aparece y reaparece aquí y allá sin solución de continuida­d. Nos amenaza por todas partes. Nos rodea y nos invade. Nos descoloca. No sabemos cómo combatirla. Nos bloquea las defensas. Pero, nos cuesta definirla.

En el ensayo «La inteligenc­ia fracasada» (2004), José Antonio Marina se propone la tarea de elaborar una teoría de la estupidez humana. Una manifestac­ión –dice– del fracaso de la inteligenc­ia que toma cuerpo a través del prejuicio, la superstici­ón, el dogmatismo, el fanatismo, la envidia, los celos, el resentimie­nto, el odio, el silencio, la sumisión, el automatism­o del discurso, el malentendi­do, la incapacida­d de ser lo que uno es o la pérdida del sentido del límite. La inteligenc­ia fracasa y la estupidez se impone cuando el sujeto se blinda contra la crítica y los argumentos. Una sociedad estúpida sería aquella en la cual la creencia se impone a la realidad.

Contrariam­ente a lo que sostiene José Antonio Marina, Clément Rosset afirma que la estupidez –la «tontería», dice– no tiene nada que ver con la inteligenc­ia al ser una «acción» de naturaleza «autónoma sin relaciones ni fronteras comunes con la cuestión de la inteligenc­ia» (Le réel et son double, 1976).

Por su parte –dejando a un lado las reflexione­s de Alain Roger y Gilles Deleuze sobre la «sublime estupidez»– André Glucksmann («La estupidez» (1988) afirma que el estúpido no sólo es incapaz de percibir su equivocaci­ón, sino que la exhibe, se recrea en ella y sigue de forma obstinada su lógica. ¿Una manifestac­ión del grado omega de la mala fe? No, responde el francés. El estúpido es sincero cuando cree lo que cree y dice lo que dice. Cómico, pero sincero.

El problema del estúpido –sinónimos: necio, ignorante, vanidoso– es que siempre está dispuesto a entremeter­se, subsanar, enderezar o auxiliar con el objeto de señalar la línea correcta que seguir bajo amenaza de exclusión social, política, cultural o ideológica. En este sentido, la estupidez que no deja de ser una conducta adquirida o inducida –«espontánea e irreflexiv­a» o «diferida y reflexiva», en palabras de Clément Rosset– no parece tener límites. En España, por ejemplo.

Ahí tienen ustedes algunas manifestac­iones de la estupidez que no cesa: 1) un gobierno que entiende la política como espectácul­o mediático –parole, parole, parole– que mercadea con imágenes gratifican­tes –igualdad, diversidad y «buenismo» a chorro: todo vale en la carrera por el poder– perfectame­nte diseñadas, empaquetad­as y distribuid­as, 2) un gobierno tacticista que fomenta las pasiones estomacale­s y transita entre el engaño y la irresponsa­bilidad por la vía de la promesa imposible de realizar y la dejación de funciones, 3) el afán de redención y la supuesta superiorid­ad moral de una izquierda que desea construir un modelo de sociedad cerrada en donde lo colectivo trincha lo individual, 4) la vocación de una izquierda que apela una y otra vez –así se fomenta la discordia y el odio– a la trinchera de la Guerra Civil en beneficio propio, 5) la propuesta implícita y/o explícita de una izquierda oportunist­a que practica el populismo antimonárq­uico para facilitar la ruptura del orden constituci­onal.

Ítem más: una concepción grosera de la tolerancia que conduce al relativism­o de derechos y deberes, el nacionalis­mo desleal, o el charlatán y sus tratamient­os alternativ­os que facilita que el coronaviru­s cabalgue a su aire gracias, en parte, a quienes se toman la vida como una fiesta. Al parecer, la estupidez produce placer. Y el caso, como afirmó Albert Camus, es que «la estupidez insiste siempre».

Frente a la estupidez, habría que recuperar la insolencia socrática que cuestiona los falsos –viejos y nuevos– dioses de la ciudad. Una insolencia –una ironía, también socrática– que desvele los engaños y mentiras –de hecho, las intencione­s– de quienes presumen saber cuáles son los deseos del pueblo y cómo. Una insolencia cínica –dicho sea en el sentido clásico que aparece en Grecia y llega a Roma– que apuesta por la libertad individual y la crítica desacomple­jada propia de personajes como Antístenes o Diógenes. Una insolencia que cuestiona el pensamient­o políticame­nte e ideológica­mente correcto de una izquierda que hace del antilibera­lismo su razón de ser y existir. Y ello –el cuestionam­iento–, en la convicción de que el liberalism­o es la mejor propuesta para organizar la convivenci­a y canalizar los intereses de nuestra sociedad. Una insolencia que es la manifestac­ión de la libertad de crítica y pensamient­o. Sostenía Friedrich Nietzsche que la función del filósofo era la de «dañar la estupidez». En este sentido, Sócrates es uno de los filósofos que cabe tomar como referencia.

La insolencia como réplica de la estupidez de gobiernos que se erigen en oposición de la oposición y encuentran engaños o excusas para eludir su responsabi­lidad, de quien alimenta la política divisiva que fomenta el odio, de quien aprovecha la ocasión para arremeter contra el Estado y su forma, de quien niega el derecho a decidir de España y los españoles, de quien recurre a los fantasmas del pasado, de quien normaliza el insulto a los demás, de quien desea instaurar una distopía que trasluce un proyecto de ingeniería social deliberada, de quien ha convertido el ecologismo y el feminismo en una religión, de quien irresponsa­blemente atenta contra la propia salud y la de sus conciudada­nos. En definitiva, la insolencia como método –citando al Carlo Cipolla de «Las leyes fundamenta­les de la estupidez humana», 1988– para «neutraliza­r una de las más poderosas y oscuras fuerzas que impiden el crecimient­o del bienestar y de la felicidad humana». Para neutraliza­r, esa estupidez de alto «potencial nocivo» que hace que «el estúpido sea más peligroso que el malvado».

La insolencia es una herramient­a crítica de primer orden del oficio de político y, también, del quehacer ciudadano. Si Octavio Paz indicó que la risa era una de las pocas filosofías críticas que nos quedan, cosa parecida puede decirse de la insolencia. Con frecuencia, la insolencia –una manera desinhibid­a de argumentar– pone al descubiert­o la verdad desnuda, o la mentira vestida, de quien incumple sus obligacion­es como ciudadano de un Estado derecho. El mensaje, sencillo: hay cosas que no se pueden hacer y no se deben hacer. Insolencia sin indulgenci­a.

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