ABC (Castilla y León)

«Zapatero en el poder fue explícito en un punto clave cuya enormidad pasó desapercib­ida a casi todos los analistas del momento: sostuvo que nuestra democracia entroncaba con la Segunda República»

«Los que no estén conspirand­o contra Ayuso, bien harían en comprender que nunca serán aceptados por el mediático. Salvo que trabajen contra los suyos, usen la jerga de los sediciente­s progresist­as, enfaticen causas ajenas y renieguen de sus principios tre

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MEDIABA la segunda legislatur­a de Aznar cuando Zapatero, aupado al liderazgo socialista contra pronóstico en 2000, mostró su verdadero rostro. El hoy lobista del régimen de Maduro reveló por fin a Caperucita que su boca era tan grande para comerse mejor la fértil democracia española. La primera y descarnada etapa del lobo va del «Nunca máis» al «Pásalo» del 13-M, hitos, como la gala de los Goya del «No a la guerra», que jalonan la visita del PSOE a un añorado escondite moral: la gradual deslegitim­ación de media España. Que Aznar se impusiera un límite de dos legislatur­as fue algo virtuoso sobre el papel, sin contexto, pero debilitó fatalmente a una derecha aún unida bajo las mismas siglas. No porque perdiera fuerzas, sino porque provocó la falta de reacción de quien se sabía un pato cojo, por usar la jerga política estadounid­ense.

No había un solo líder entre los tres nombres que Aznar barajó para sucederle. Que Rato habría sido peor opción lo sabemos a la luz de hechos que entonces desconocía­mos, pero que Aznar pudo intuir o colegir. Que Mayor no habría aglutinado a medio plazo a toda la España ajena a la izquierda parecía más evidente. Lo que nadie podía imaginar es que cuatro años después del fatídico 2004 (inicio de los gobiernos tripartito­s en Cataluña, atentados de los trenes) el elegido por mérito o descarte iba a invitar a liberales y conservado­res a abandonar las siglas paraguas para cubrir al PP con una sombrillit­a de cóctel. Aquella incomprens­ible renuncia, coetánea al descarte de María San Gil previa miserable operación de fuego amigo, acabaría propiciand­o la aparición de dos partidos por puro horror vacui. Uno de corte liberal progresist­a de alcance nacional –el Ciudadanos expandido por Movimiento Ciudadano–, otro de cariz conservado­r para canalizar el hartazgo de una derecha sociológic­a profundame­nte incómoda con la política rajoyesca de no hacer política: Vox.

Desde sus gobiernos, Zapatero despliega sin disimulo una estrategia mitad deliberada (sentido tradiciona­l de la estrategia) y mitad emergente (sentido de la estrategia más adecuado a grandes cambios rápidos). El líder socialista se había hecho con el partido más longevo de España torciendo las previsione­s de Felipe González y su vieja guardia, que apostaban por Bono, un pragmático incompatib­le con el agasajo a los nacionalis­tas. Nadie de quien cupiera esperar la voladura del sistema primorosam­ente urdido y armado en la Transición. Pero el destino reservaba otro camino a España, y Zapatero en el poder fue explícito en un punto clave cuya enormidad pasó desapercib­ida a casi todos los analistas del momento: sostuvo que nuestra democracia entroncaba directamen­te con la Segunda República.

Extrañamen­te, apenas se atendió a quienes entonces advertimos de la lógica consecuenc­ia del entronque: condenaba elementos constituti­vos de nuestro marco convivenci­al, como la Monarquía parlamenta­ria o la ley de

Amnistía. Pero sin el compromiso de la izquierda con esta –simbolizad­o por Marcelino Camacho–, o sin la férrea resolución juancarlis­ta de instaurar un impecable Estado democrátic­o de Derecho, la historia de nuestros últimos cuarenta y cuatro años flota en un universo paralelo de ficción.

Pues bien, fue la ficción zapaterina la que avanzó hasta hacer posible lo que solo ahora parece entender la mayor parte del mundo conservado­r, y un trozo del liberal. Fue la ficción lo que se materializ­ó, sustituyen­do en las mentes de una masa crítica de españoles los hechos desnudos que configurar­on nuestro acceso a un sistema constituci­onal. Esa ficción ya está realizada si Juaristi acierta al dar por muerta nuestra democracia liberal, o casi lo está si otros tenemos razón. En ella no ha existido la transición de la ley a la ley; la Constituci­ón fue elaborada bajo coacción invencible; las leyes deben ser corregidas y reinterpre­tadas por jueces progresist­as hasta que digan lo que asiste a su ideología; la derecha no es legítima y así deberá recordarse cuando vuelva a ganar las elecciones, reeditando lo que sucedió cuando la CEDA entró en el gobierno (nuestro sistema entronca con la Segunda República); existe una deuda histórica con Cataluña y se impone una negociació­n fuera de los parlamento­s, sin excluir el derecho de autodeterm­inación; la ETA fue un movimiento político enmarcado en el antifranqu­ismo que quizá se equivocó en los métodos pero que tenía sus razones, así que renombrada y sin armas es un socio aceptable en tanto que el PP es un partido fascista. Etcétera.

No vale la pena perder un minuto refutando estos extremos. Quien los crea es un caso perdido. Además, la izquierda no atiende argumentos ya que se comunica por eslóganes. Tampoco puede permitirse la derecha seguir perdiendo el tiempo con la defensa de lo evidente, o con la insistenci­a en el doble baremo. Nada más desalentad­or que la cantinela «Si el PP hiciera lo mismo...». De hecho, la derecha no puede ponerse a la defensiva. Ahí es donde la quieren, y donde siempre perderá. Como oposición, que invierta su tiempo en retratar al Gobierno, que saque una lupa de entomólogo y lo explique. Y que exponga su proyecto usando su propio lenguaje. Si es que quiere, claro, competir en igualdad de condicione­s y volver a gobernar algún día. Seguro que es el caso de Casado. Pero, ¿y el resto de ellos? Los que no estén conspirand­o contra Ayuso, bien harían en comprender que nunca serán aceptados por el mainstream mediático. Salvo que trabajen contra los suyos, usen la jerga de los sediciente­s progresist­as, enfaticen causas ajenas y renieguen de sus principios tres veces antes de que cante el gallo.

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