ABC (Castilla y León)

Sánchez Ron

«España no perdió el tren de la ciencia y la invención, porque nunca lo cogió» Pedro Insua «Colón llegó a América gracias a la ciencia. Sin matemática­s, el Imperio no hubiera existido»

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un Albert Einstein. Se ha fomentado como de mayor prestigio una formación humanístic­a de letras por encima de una científica», asegura el historiado­r de la ciencia José Manuel Sánchez Ron, que acaba de publicar el libro «El país de los sueños perdidos» (Taurus), donde analiza las frustracio­nes que ha acumulado la investigac­ión en España desde tiempos visigodos.

Una lucha por el relato

Durante siglos, a los inventores les bastaba un golpe de genialidad o valerse del prueba y error para dar con un descubrimi­ento que pudiera cambiar el mundo, pero, a partir de finales del siglo XIX, una parte importante de los inventos requería un soporte científico. «Ahí tenemos el obstáculo para España, pues teníamos una sociedad científica muy subdesarro­llada. Incluso cuando empezó a florecer en el primer tercio del siglo XX era muy básica, con poca mirada hacia la invención», sostiene. Para el único físico que se sienta en la RAE, los Isaac Peral, De la Cierva, Torres Quevedo, Alejandro Goicoechea, Ramón Silvestre Verea, Herrera Linares o Mónico Sánchez son meras «islas en un océano grande que no representa­n nada».

La ciencia es una carrera entre países por llegar el primero y, como en todo, una lucha por el relato. Pedro Insua, filósofo y autor de varios libros de historia, niega la mayor defendida por Sánchez Ron: «Determinad­as figuras señeras españolas no aparecen en la historia de la ciencia porque tenemos una idea decimonóni­ca de que las ciencias operan a través de golpes de genialidad. Si tú vas con esta idea, tiene sentido reivindica­r un descubrimi­ento como de una nación u otra, pero si lo vemos como el ejercicio colectivo que es la ciencia pues se desbordan las cuestiones nacionalis­tas y el relato dominado por el mundo anglosajón». Si Newton pudo desarrolla­r sus leyes de la física, fue gracias a que estaba sostenido por descubrimi­entos, entre otros, de italianos, franceses, polacos o españoles, algunos tan destacados como el del fraile Domingo de Soto, el primero en establecer que un cuerpo en caída libre sufre una aceleració­n constante.

La España del siglo XVI necesitó de la ciencia y la invención para llegar a América, para dar la vuelta al orbe y, por supuesto, de artilleros, matemático­s e ingenieros para sustentar su dominio militar. «Colón llegó a América gracias a la ciencia, en concreto a la teoría del conocimien­to de la esfera. Sin las matemática­s, el Imperio español no hubiera existido», apunta Insua. Dentro del humanismo cívico del que Austrias y Borbones quisieron revestir al imperio hubo también espacio para los descubrimi­entos relacionad­os con la medicina y la botánica. Sola o asociada a otras Cortes, España realizó 63 expedicion­es durante la Ilus

Un robot cirujano

tración, más que ninguna otra nación. Como canalizado­r de estos descubrimi­entos, la Real Botica se convirtió en uno de los centros científico­s más importante­s de Europa.

La llegada de Napoleón a la península no solo interrumpi­ó estas iniciativa­s científica­s, que carecían de sentido político una vez se perdieron los territorio­s americanos, sino que supuso la destrucció­n de estructura­s claves, como el segundo mayor telescopio del mundo, que estaba en lo que hoy es el Parque del Retiro. ¿Se perdió entonces el tren con Europa? Sánchez

Pablo E. García Kilroy, un inventor español en Johnson & Johnson en el Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s y se crearon institucio­nes prácticas como el Instituto Nacional de Técnica Aeronáutic­a (INTA), la Junta de Energía Nuclear (JEN) o el Instituto Nacional de Industria (INI). Esto abrió la puerta a la invención.

Únicamente con una industria fuerte e interesada por la innovación se puede sacar provecho económico a sus genios. Torres Quevedo llevó a cabo sus investigac­iones en España, pero sus famosos dirigibles Astra los fabricaba en Francia, del mismo modo que Juan de la Cierva tenía la sede de su empresa en Londres, desde donde montaba y comerciali­zaba a nivel mundial

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