Más allá de la semblanza
Dejó más de una treintena de obras, entre versos condensados en seis libros y narrativa impregnada por la misma pulsión poética
e cumplen hoy –30 de enero– 27 días del fallecimiento de Elena Santiago, acaecido en ese gélido 3 de enero que me dejó desangelado. Llevaba un largo tiempo muy delicada con operaciones, confinamientos y toda clase de sutilezas que acarrea una enfermedad sin cura. Como hija de médico, lo sabía pero no se le notaba. Al hablar con ella, el enfermo parecías tú, pues desdibujaba su protagonismo con un «veremos a ver, Antoñín, qué pasa con todo esto». Y ahí terminaba el parte de incidencias de esta mujer que tenía una rara intuición: saber hasta dónde llega la gracia de la vida y cuándo se termina.
Por ello, qué emoción me produce ahora pensar y teclear esta pequeña semblanza para el suplemento de Artes y Letras. Digo semblancilla porque todo lo concerniente a Elena Santiago –personalidad, escritura, conversaciones, o simples pasatiempos– no cabe en diez mil dígitos por afinados que se pretendan. Ella poseía esa grandeza poética que no se agota en un simple apunte para salir del paso o para dar cuenta de una belleza prorrogada. El tiro de su palabra, y la relación de un mundo tan personal como el suyo, que mantuvo intactos hasta el último suspiro, requieren alquimia y resurrecciones.
¿A qué ventana luminosa se asomaría en el último peldaño de su existencia para mantener viva y tensional esa palabra? Imposible, por ello, borrar su último WhatsApp del 22 de diciembre –12 días antes de su muerte–, a las 19:16, que respondía, de modo absolutamente vanguardista,
Sa mi felicitación Navideña. Tampoco su última llamada telefónica el día de Navidad a las 13:27, ¿te acuerdas, Pablo? Qué lucha titánica por mantener la primacía de la palabra allí donde los silencios eran ya mucho más elocuentes, y por acudir al reclamo de la amistad con las delicadezas del canto. ¿Cómo olvidar tanto humanismo cuando ya tocaba directamente la eternidad?
La luz va con la voz
Parece un siglo, pero ahora que ya no está, ese tiempo suyo semeja un soplo: no es nada. Lo he dicho y lo he escrito en repetidas ocasiones: conocí a Elena Santiago hace ahora cuarenta años por imperativo guilleniano. Fue Jorge Guillén quien me empujó al prodigio: «es indispensable que la conozcas». No me quedó otro remedio que acatar y, como escribía Cervantes en el Persiles, «andar el consejo y la obra». Bendito mandato. Por aquel entonces –1981–, yo era un tímido recalcitrante y un místico fetichista. Ella, en cambio, ya era una activista contra corriente que llevaba a sus espaldas cuentos, novelas, artículos, y varios premios literarios. Consustancial a ella, la más importante de las percepciones: que con sólo mirar desbancaba cualquier belleza en prosa o en verso.
En aquellos días, escribía Elena una biografía sobre el maestro del 27, que vio la luz en 1982, en la colección Vallisoletanos que dirigía Ramón García. De esta biografía inencontrable, de apenas 58 páginas pero tan esenciadas que ahí se halla al Guillén más rotundo y vitalista, hemos copiado muchos guillenianos empezando por mí. El arranque de aquella biografía, se inicia con la glosa del verso de don Jorge «la luz va con la voz», que no puede ser ni más guilleniano ni más propio de la biógrafa que ya entonces había dado varias vueltas alrededor de la tierra y de la vida: «Llego al poeta Jorge Guillén sabiendo que es encuentro con la vida. Con una historia abarrotada de vida. La vida, extensión de sucesos y sentimiento donde la mayor verdad ha sido –y sigue siendo–