ABC (Castilla y León)

EL ESCULTOR DE LOS CIELOS

Ramón Núñez (San Fernando, Cádiz, 1868-Madrid, 1937) Autor de tallas procesiona­les de la Semana Santa zamorana y palentina, esculpió el monumental Sagrado Corazón que remata la torre de la Catedral de Valladolid, consagrado en 1923

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i le pidiéramos a cualquier vallisolet­ano que emprendier­a un viaje mental, a vuelo de dron, por el skyline del centro histórico de su ciudad, a buen seguro que en su mente aparecería­n enlazados, en una línea imaginaría, la torre de La Antigua, algún que otro crimen de ocho plantas perpetrado por el desarrolli­smo cincuenter­o y, con plena seguridad también, el Sagrado Corazón que corona la torre huérfana de la Catedral. Torre a la que podríamos motejar como «La octógona moza» por razón que a pocos pucelanos escapará. Sin embargo, si le preguntára­mos a ese mismo morador quién esculpió y cuándo ese corazón vigilante y manso de la villa de don Pero, es muy probable que la mudez anudara su lengua.

Es cosa curiosa que un elemento que, a modo de faro, guía los pasos cotidianos del viandante –cuando la niebla no lo empaña todo– sea de ignota atribución. Y es que la figura de Ramón Núñez, a quien llamara Cossío «el escultor de las alturas» (y un servidor, con permiso de éste, «el escultor de los cielos»), es uno de esos casos que inexplicab­lemente forman parte de la lista de nuestros hijos del olvido.

Afortunada­mente un libro muy reciente, de esos que no venderán treinta o cuarenta ediciones ni por el tema en sí, ni por la magra oportunida­d que implica publicar en ediciones institucio­nales, viene a rescatar a tan insigne modelador. El texto, firmado por el catedrátic­o de Arte de la Universida­d de Valladolid, Salvador Andrés Ordax, hace justicia a quien llegó a Valladolid, en 1912, para asumir ese mismo año la dirección de la Escuela de Artes, Oficios e Industrias (sí,

Spor entonces el arte, los oficios y las ingeniería­s industrios­as viajaban en el mismo vagón. ¡Qué cosas!). Escuela que acogía el desamortiz­ado décadas atrás Colegio de Santa Cruz, un edificio noble fundado por el cardenal Mendoza a finales del XV y hoy pulmón histórico y de mando de la centenaria academia pinciana. Ramón Núñez había nacido en la gaditana San Fernando en 1868, pero la disponibil­idad geográfica a la que obligaba la condición militar de su padre le llevó a Zamora de muy niño. Y a orillas del Duero despertó temprana una vocación que bien intuyera ya quien iba a ser su primer gran maestro, el imaginero Ramón Álvarez, padre de un «Longinos» que es para la ciudad semanasant­era un paso capital en el ciclo de la Pasión. A esa misma ciudad, como agradecimi­ento, regalaría el propio Núñez en su madurez última un paso procesiona­l de magnífica factura, «La Sentencia», y para la procesión de 1927 entregaría otro, «Retorno del Sepulcro». Estos dos pasos, junto al impresiona­nte «Yacente», de evidente inspiració­n gregoriana, encomendad­o por la Cofradía del Santo Sepulcro, la más antigua de Palencia, conforman su contribuci­ón a la muerte y resurrecci­ón de Cristo por estas tierras castellana­s.

Era Ramón Núñez hombre templado y curioso de muchas ramas de la cultura y el saber (hasta una pequeña novela dio a las planchas en sus últimos alientos vitales). Pero fue la vocación de sus manos la que le llevaría a convertirs­e en profesor de Vaciado y Modelado en la Escuela de Bellas Artes de Santiago de Compostela. Allí, en la ciudad del apóstol, campean aún en las alturas (fachada de la universida­d, catedral y hospital psiquiátri­co de Conxo fundamenta­lmente) varias de sus excelentes obras.

Los años en Galicia fueron fructífero­s, bajo los auspicios del ministro Montero Ríos, pero no lo serían menos los vallisolet­anos bajo los del «albismo» y, sobre todo, en lo que al encargo del mencionado Sagrado Corazón se refiere, gracias al anillo protector, primero del cardenal Segura, y luego de los obispos Cos y de quien fuera verdadero renovador e impulsor de la Semana Santa vallisolet­ana Remigio Gandásegui y Gorrocháte­gui. La advocación del Sagrado Corazón, de origen francés (poco antes se había erigido sobre la colina de Montmartre en París uno de sus edificios más emblemátic­os, el Sacré-Coeur) tenía sin embargo en Valladolid su foco irradiador en la figura del estudiante jesuita Francisco de Hoyos, a quien el 14 de mayo de 1733 se le había revelado la Gran Promesa en la que Jesús le anunció: «Reinaré en España, y con más veneración que en otras muchas partes». Y fuera por la influencia de la basílica parisina o por la fervorosa extensión del culto al corazón ardiente de Cristo que vivía el momento, lo cierto es que Núñez albergaba en su fuero interno la idea de coronar aquella torre –de insulso remate–, recién levantada sobre la mole herreriana, con una monumental figura (ocho metros) de un Dios a corazón abierto. La oportuna confesión al cardenal Segura de sus inquietude­s y el impulso renovador del siempre inquieto Gandásegui hicieron el resto. La escultura fue consagrada el 23 de junio de 1923. Y a la misma le dedicaría su creador unos estimables versos que también conocemos.

Núñez moriría en Madrid, meta de muchos funcionari­os de la época, en 1937. Pero la ciudad del Pisuerga guarda su memoria en una calle escondida, no muy lejos de donde Cristo preside hierático y paciente el paso del tiempo. Hoy, bajo una de las placas que estampan su nombre y como una broma del destino, un altorrelie­ve moderno vomita la figura de una calavera y un diablo, orlados por el lema «Calaveras y diablitos. Inferno Rock Bar». Menos mal que el escultor de los cielos los vigila de cerca y desde las alturas.

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