ABC (Castilla y León)

La humanidad habría llegado de verdad a algo: a su propia destrucció­n

- ALBIAC

ERA en octubre del 74. Un pensador francés conversa en Roma. De un modo que se percibe no previsto –puesto que está respondien­do a las preguntas improvisad­as en una rueda de prensa–, se pierde por el divertícul­o de las «crisis de angustia» que asedian al investigad­or científico de nuestro tiempo: una era en la cual la potestad de las ciencias experiment­ales para manipular el mundo se anuncia ya por encima de cualquier barrera ética, y cuya capacidad para destruirlo empieza a ir mucho más allá de la vieja literatura de ciencia-ficción.

Da un ejemplo. El de esos investigad­ores biológicos que, en sus laboratori­os de élite, dice, se preguntan por lo más elemental y, consiguien­temente, lo más grave: «Todas estas bacterias con las que hacemos cosas tan maravillos­as, supongamos que un día, después de que hayamos conseguido hacer de ellas un instrument­o sublime de destrucció­n de la vida, aparezca un tipo que las saque del laboratori­o…» ¿A qué se vería confrontad­a entonces la especie humana? ¿A su colectivo suicidio?

No es un azar que quien plantea la pregunta sea un psiquiatra. Y el más influyente de la segunda mitad del siglo veinte. De Sigmund Freud había aprendido Jacques Lacan que no hay horror del cual no sea capaz un hombre. Tampoco es una originalid­ad: Sófocles lo había escrito ya en «Antígona» hace unos dos mil quinientos años. Pero este liberador de bacterias de ahora dispondría de una potestad que nadie nunca ha poseído: la de acabar con todo. Y esos científico­s de 1974, a los que Lacan interpela, «comienzan entonces a hacerse una pequeña idea de que podrían fabricarse bacterias resistente­s a todo y a las que ya nada pudiera detener. Y eso limpiaría, tal vez, la superficie del planeta de todas las porquerías, y en especial las humanas, que la pueblan».

Lacan, en 1974, se permite una ironía, que entonces era ingenua y hoy nos pondría los pelos de punta: «¡Qué sublime alivio, si todo hubiera de terminar en una verdadera plaga, en una plaga salida de las manos de los biólogos! Sería verdaderam­ente un triunfo. Querría decir que la humanidad habría llegado de verdad a algo: a su propia destrucció­n. Y ése sería el signo de la superiorid­ad de un ser sobre todos los otros. No sólo su propia destrucció­n, sino la destrucció­n de todo el mundo vivo. Sería verdaderam­ente el signo de que el hombre es capaz de cualquier cosa. Aunque eso pueda pegarnos un chute de angustia… Pero aún no hemos llegado a ese punto».

Jacques Lacan bromeaba. Pero, ¿bromea alguna vez un psicoanali­sta? Y, si bromea, ¿no sabe acaso, como enseñó el fundador de su disciplina, que las cosas verdaderam­ente serias sólo las dicen los hombres en sus sueños o en sus chistes? En el chiste del viejo maestro parisino cabe entera la gravedad de nuestro presente.

Tal vez, en China, alguien leía al Doctor Lacan y meditaba. Hasta el año pasado.

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