LA QUIMERA RURAL
Noto el paso de los años en ir ganando canas y en el final de las certezas. Por eso los viejos no hacen revoluciones. Lo suyo es la rebeldía silenciosa, que se lucha mirando al cielo cada tarde y si anochece las estrellas. Así, perennes y callados, desafían al tiempo que es el único desafío que realmente merece la pena. Ellos no tienen que volver a los pueblos porque nunca se fueron. Sin embargo, el eterno retorno de los urbanitas, cíclico como un calendario, es una de esas realidades que creemos estar tocando con los dedos. Llevo media vida escuchando aquello de la vuelta a los pueblos y siempre es una cuenta pendiente, un propósito de año nuevo al que damos la espalda recién iniciada la cuesta de enero. Los pueblos se nos mueren por eso. La utopía rural, ese lugar donde siempre es verano o Nochebuena, es un señuelo. Un invento del sistema, que dirían los negacionistas, para que no caigamos en la desesperanza y sigamos soñando con ese día de vuelta al hogar de la infancia. Pero no volveremos. La mayoría no somos capaces de aguantar un puñado de días el silencio, el peso del cielo sobre las casas bajas, la oscuridad misteriosa tras las ventanas y, sobre todo, el tiempo. El tiempo sin medida, elástico y eléctrico, el tiempo fugaz y aparentemente eterno. El tiempo mudo desde el banco de la plaza o el murete del primer huerto. El tiempo que nos pasa como última y única certeza. Así, encallados en los siglos, quedaron en Tierra de Campos los palomares. Voleados por el páramo al antojo de la historia son la memoria de las comarcas. Guardianes rotos de un pasado de zureos y altos vuelos.
Con las hornillas desnudas, los muros caídos y los osarios de vigas de los tejados deshechos. Casi todos ya estériles, trampantojos de otras épocas, aguardan también esa quimera rural que les prometieron.
Castilla y León perdió en el primer semestre del pasado año otros diez mil habitantes. El desierto demográfico avanza sin remedio. Hemos asumido la despoblación como en pandemia los partes diarios de muertos. Estamos acostumbrados a lo insoportable. A la incertidumbre de ciudad, donde aun queda tiempo.