ABC (Castilla y León)

Ni cenizo ni quejica. Ciertament­e de otra era

- EL EJEMPLO DEL CAPITÁN TOM

SE ha muerto a los cien el capitán Tom Moore, un figura. El matusalén que se metió a los ingleses y a medio mundo en el bolsillo con su ejemplo optimista ante la pandemia. Veterano de la II Guerra Mundial en Birmania y Sumatra y vendedor puerta a puerta, entre otros oficios, hizo gala de dos principios mancillado­s por la cutre subcultura del descarte: 1.–Puedes ser útil hasta el último suspiro. 2.–Jamás pierdas la ilusión.

El viudo norteño, nacido en 1920, vivía con una de sus hijas en un pueblo del este de Inglaterra. A comienzos de 2020 estaba hecho un cromo. Normal. Con 99 años había tenido que lidiar con una rotura de cadera, un carcinoma en la calva y averías en la próstata y un pulmón. Pero el 6 de abril, para levantar el ánimo en los días plomizos del confinamie­nto, se propuso un desafío, «una broma»: completar cien vueltas alrededor del jardín de su hija, de 25 metros, antes de cumplir los cien años. Siempre atildado –«no entiendo la obsesión con el chándal»–, salió al césped con su corbata, su bigotito y sus medallas en la pechera. Anclado a su andador se puso a ello, a ritmo de diez vueltas al día. Tom se fijó el objetivo de intentar recaudar con su reto mil libras para las oenegé de la sanidad pública británica. Sus tenaces paseos de tortuga fueron conquistan­do el corazón del público. «¿Se cansa?», le preguntaba­n los reporteros asomados al jardín. «Joven, yo soy de Yorkshire. Nosotros nunca nos rendimos», respondía encorvado sobre su andador.

El día en que cumplió los cien, el capitán Tom Moore ya había logrado recaudar más de treinta millones de libras. Aquel día se desayunó sus inefables gachas de avena ante 150.000 tarjetas de felicitaci­ón llegadas de todo el mundo. En verano la Reina lo hizo caballero en Windsor. Los ingleses saben manejar estas cosas. Resulta bonito y muy humano ver a la frágil Reina de 94 años, perfectame­nte ataviada al puro estilo Isabel II, y al centenario capitán, avanzando torpes antes de que la soberana toque sus hombros con la espada y lo eleve a «sir» bajo los sones de las gaitas escocesas. Fue el penúltimo premio de su vida (el último ha sido tener a su familia con él en el hospital, arropándol­o con su afecto mientras se apagaba por el Covid).

Tom Moore no llevó una vida fácil. Se alistó a los 19 y peleó en la peor guerra que haya conocido la humanidad. De vuelta a casa, se buscó el condumio como cantero, albañil, vendedor... Se casó a los cincuenta. Su mujer sufrió una demencia temprana y se convirtió en su cuidador. Su divisa era el optimismo. «Siempre he pensado que las cosas van a mejor. Ya hemos tenido problemas antes y los hemos superado. También superaremo­s esta epidemia». Miraba al Covid con su suave sentido del humor: «Si lo cojo, lo cojo. A mi edad tienes infinitas oportunida­des de morirte. Alguna tendrá que ser, ¿no?». Moore no era un cenizo ni un quejica, dos señas del temperamen­to actual. Su generación, estoica, trabajador­a, humilde y de sabia sorna, merece la gratitud de todos, y no olvidarlos mientras se consumen en las residencia­s.

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