DRAGHI, SEGUNDO ACTO
Su regreso a la política italiana y a la europea es una noticia digna de celebración
Henry Kissinger decía que el poder es el afrodisiaco más fuerte que existe. La versión positiva de esta confesión sincera es que ningún país importante se puede permitir el lujo de no incorporar y retener a los mejores en la vida pública. El regreso de Mario Draghi a la política italiana y a la europea es una noticia digna de celebración. Nadie acumuló tanto capital político y prestigio durante la crisis del euro. Nadie salvo él fue capaz de ganar el tiempo necesario hasta que la lenta política de Bruselas rediseñó la moneda común, un proceso aún inconcluso. Con 73 años –una edad joven en los pasillos romanos del poder– el banquero central más celebrado de la tierra acepta formar y presidir un gobierno de salvación nacional. Puede ser su paso hacia la presidencia de la República, donde ampliaría el listado reciente de grandes jefes de Estado que han sabido mirar lejos, aportar estabilidad al caos partidista y frenar la crecida anti-sistema.
Con buen tino, Draghi anuncia que aspira a formar un gabinete «híbrido», basado en una alquimia de perfiles técnicos y de representantes de casi todos los partidos políticos. Es una manera inteligente de promover a las máximas responsabilidades ejecutivas a verdaderos expertos, con experiencia y conocimiento profundo de las áreas de gobierno, sin perder la conexión con los portavoces de los votantes que habitan en un mundo furioso, en palabras de Giulio Tremonti.
Los populistas del Cinco Estrellas admiten que la severidad de la crisis sanitaria, económica y social no permite seguir con improvisaciones. Hasta es posible que los 200.000 millones de euros del fondo de recuperación destinados a Italia se gestionen sin caer en el clientelismo de otras épocas. Nuestro vecino mediterráneo siempre encuentra la manera de pesar más de lo que le corresponde en la integración europea y de mantener en la esfera internacional su admirable poder blando o de atracción. La carta de Draghi lo prueba. Un país muy difícil de reformar, con mejores instituciones locales que nacionales, cercado por enormes debilidades estructurales, demuestra una vez más su gran instinto de supervivencia.