Teoría y práctica de una persecución
No es nueva para la izquierda europea –la estrategia es anterior a que se le cayera encima el Muro de Berlín, con todo el equipo y el hormigón– la fabulación de una caricaturesca amenaza fascista con la que legitimar sus postulados radicales en un estado de bienestar cada vez más confortable y contrario al aventurismo. Si el fascismo representa el mal absoluto, el antifascismo es su mejor vacuna, aprobada por la Agencia Europa del Medicamento y administrada a jeringazos y durante décadas por las franquicias locales de la izquierda, aquí y ahora sanchista o podemita, con la pegatina sanadora del Gobierno de España. Todo vale para silenciarlo, aniquilarlo y expulsarlo, incluso cebollas como las que ayer le tiraron en Salt a Santiago Abascal. El quid de la cuestión no es que el fascismo exista, sino que parezca que exista para así aplaudir al antifascista, etiqueta que ennoblece y dignifica a cualquier agente de la violencia callejera, cuya función se ajusta a los protocolos más exigentes de los cordones sanitarios previos a la pandemia que nos ocupa. Todo está permitido contra el fascismo que a mano alzada pinta en la pizarra la izquierda de progreso: piedras, gasolina, tornillería, fruta o verdura. Quienes estos días atacan en Cataluña a los dirigentes de Vox –los mismos que antes señalaron y acosaron a los representantes del PP y Ciudadanos– son extremistas de su propio delirio, pero cuentan con el aval ideológico y la pegatina oficial de los partidos que han basado buena parte de su estrategia, antes incluso de la irrupción de Vox, en tachar de fascista al adversario. No llevan pasamontañas, pero marcan el camino y crean tendencia. Lo hacen desde el Congreso de los Diputados o desde la sala de prensa de La Moncloa. Les queda el poder judicial para cerrar el círculo de una persecución a la que aportan una impagable base teórica.