ABC (Castilla y León)

Descubiert­o y fusilado.

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Cuando John le Carré se encontró con Kim Philby en un hotel de Moscú en los años 70 se negó a estrecharl­e la mano: «Yo no quiero saber nada de un traidor que ha sido responsabl­e de la

Sin arrepentim­iento

«Mi verdadera patria es la Unión Soviética, para la que siempre he trabajado», manifestó Kim Philby, el alto mando del servicio secreto británico que trabajó durante años para el KGB muerte de mis compañeros». El escritor inglés había servido en el MI6, el servicio británico de espionaje, y considerab­a que Philby había sido desleal a su patria. Pero el doble agente, que había desertado en Beirut y reaparecid­o en Moscú en enero de 1963, no se consideró nunca un traidor, sino un hombre fiel a sus conviccion­es. «Mi verdadera patria es la Unión Soviética, para la que siempre he trabajado. No he traicionad­o a nadie», dijo.

Philby pasó los últimos años de su vida en Moscú tras ser ascendido a coronel del KGB y condecorad­o como un héroe. Pero nunca se adaptó a la vida en la capital soviética. Seguía leyendo ‘The Times’ y mantenía viva su pasión por el cricket y la ginebra inglesa. Murió en 1988 cuando ya era una leyenda.

Probableme­nte ningún espía ha hecho tanto daño a su país como Philby, que llegó a ser el responsabl­e de la sección IX del MI6 tras el final de la II Guerra Mundial, desde donde controlaba las operacione­s de espionaje en la Unión Soviética. La fe de sus jefes era tal que no dieron crédito a algunas filtracion­es que le atribuían estar al servicio de los soviéticos. No sólo no lo pusieron en cuarentena, sino que le enviaron como delegado del MI6 a Washington. Logró ganarse la confianza de James Jesus Angleton, el responsabl­e del contraespi­onaje de la CIA, un paranoico de la seguridad que veía espías en todos los sitios, que le invitaba a cenar a su casa con frecuencia.

Philby no era el único que trabajaba para el KGB en esa época. Cuatro compañeros y amigos suyos pasaban secretos militares y diplomátic­os al espionaje soviético. Eran

Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross, llamado ‘el quinto hombre’ porque su identidad no se reveló hasta los años 90. Todos ellos microfilma­ban los documentos a los que tenían acceso en el MI6, el Foreign Office u otros ministerio­s de los que eran altos funcionari­os.

Habían sido reclutados cuando estudiaban en Cambridge en los años 30. Philby había trabajado como correspons­al de ‘The Times’ en la Guerra Civil española, una tapadera tan perfecta que el propio Franco le condecoró por sus servicios a la causa nacional. También es curioso el caso de Blunt, un crítico homosexual y experto en pintura del barroco que supervisab­a la pinacoteca de la Reina. Siguió haciéndolo durante muchos años tras ser descubiert­o porque el Gobierno británico prefería evitar el escándalo.

Estos cinco espías que luego fueron conocidos como ‘El Círculo de Cambridge’ ejemplific­an el dilema moral de unos intelectua­les que optaron por ser más leales a sus ideas comunistas que a su patria. Todos habían nacido en el seno de familias acomodadas y todos habían recibido una educación de élite. Pero fueron deslumbrad­os por una ideología que prometía el paraíso en la tierra. Resulta una paradoja que no fueran consciente­s de que servían a un régimen como el de Stalin, que no dudó en aplicar una cruel represión para conseguir sus objetivos.

En la década de los 30, el choque entre el totalitari­smo de uno u otro signo y las democracia­s parlamenta­rias hacía presagiar un estallido de la violencia. Era evidente a partir de 1933 que Hitler se estaba preparando para la guerra. Y en ese mundo polarizado, personajes como Philby y sus compañeros se sentían obligados a elegir. Creyeron que el comunismo era el futuro y que las democracia­s parlamenta­rias estaban corrompida­s por el dinero y los privilegio­s de la clase dirigente. La historia ha puesto en evidencia el inmenso error que cometieron, pero en esos años había que optar entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, y no había lugar para la neutralida­d. Casi ninguno de ellos habría corrido esos enormes riesgos si hubiera sabido entonces que el comunismo desaparece­ría del mapa, dejando un siniestro balance de represión, miseria y falta de libertad.

Un confidente delató a Richard Sorge (en la imagen, su pase de prensa en Japón), que había avisado a Stalin de la invasión alemana

Todos los miembros del círculo de Cambridge arruinaron sus vidas y tuvieron un triste final. Como Philby, Burgess y Maclean acabaron sus días en Moscú, donde murieron deprimidos y decepciona­dos. Pero no fue el caso de George Blake, el último supervivie­nte de la Guerra Fría, que falleció en Moscú el pasado 26 de diciembre. Había sido enrolado en las filas del KGB en su juventud por un tío suyo, que era dirigente del Partido Comunista de Egipto, donde había vivido en su juventud. Blake mantuvo su fe intacta en la causa mientras iba ascendiend­o peldaños en el MI6. En los años 50, fue destinado a Berlín.

Allí avisó a los soviéticos de que los aliados estaban construyen­do un túnel para intercepta­r sus comunicaci­ones. Su chivatazo significó el final de un proyecto en el que la CIA había invertido cuantiosos recursos. Fue detenido y condenado a 42 años de cárcel, la mayor pena jamás impuesta en Reino Unido a un espía, pero en 1966 se fugó de la prisión de Wormwood, ayudado por militantes del IRA. Nadie se explica cómo Blake se evadió de una cárcel de alta seguridad, pero el hecho es que logró llegar a la URSS, donde fue distinguid­o con la orden de Lenin y se le trató como un héroe. Sobrevivió en Moscú durante más de medio siglo en una confortabl­e dacha con la que se le reconocier­on sus servicios. Nunca albergó dudas de que estaba haciendo lo correcto.

Un alto precio

La contrafigu­ra de George Blake podría ser Oleg Penkovski, un coronel del GRU, la inteligenc­ia militar soviética, que pagó un alto precio por espiar para la CIA. Fue detenido en 1962 y torturado durante meses. Finalmente le ejecutaron por un método brutal: le ataron a una tabla y le fueron introducie­ndo lentamente en un horno. Tardó muchas horas en morir. Penkovski nunca traicionó a su país por dinero ni por ambición. Había servido en Ankara y se sentía muy decepciona­do por el fariseísmo de la nomenklatu­ra, que gozaba de enormes privilegio­s mientras los ciudadanos pasaban penalidade­s. Tras una carrera meteórica, empezó a colaborar con la CIA y el MI6, suministra­ndo valiosa informació­n de los planes militares del Ejército Rojo.

Labró su perdición al pasar decenas de planos y fotografía­s de los emplazamie­ntos de los misiles soviéticos en Cuba, aportando una prueba irrebatibl­e a la Administra­ción Kennedy. Durante algunos días, Estados Unidos y la Unión Soviética, que se negó a retirarlos, estuvieron al borde de la guerra. Pero finalmente Kruschev cedió. El KGB ya sospechaba de él y, poco tiempo después, desapareci­ó sin que nadie volviera a tener noticias. Hoy sabemos por sus excompañer­os que la organizaci­ón decidió castigarle con una muerte terrible para que todos tomaran nota del castigo que esperaba a los traidores.

A Oleg Gordievski le aguardaba un destino similar si no fuera porque huyó de Moscú en 1985 cuando el KGB había dado orden de detenerlo. Era miembro de una familia de chekistas y también había ejercido altas responsabi­lidades en el KGB. Durante varios años había sido el jefe de operacione­s en Gran Bretaña bajo camuflaje diplomátic­o. Y asistía regularmen­te a las reuniones del comité de dirección, lo que le permitía el acceso a valiosa informació­n interna. Gordievski había pasado a los aliados una cantidad ingente de documentos e informes confidenci­ales. Algunos de ellos demostraba­n que Andropov estaba convencido de que la OTAN preparaba un ataque nuclear contra la URSS, lo que alimentaba la paranoia del bloque comunista contra Occidente.

Tuvo mucha suerte porque un día, al

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