ABC (Castilla y León)

Agentes triples

Puede que en algunos momentos llegaran a dudar de a quién servían en realidad Traidores o leales Los casos de Penkovski y Philby hacen dudar de si defraudaro­n a su país o fueron fieles a sus ideas

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volver a su domicilio en Moscú, se dio cuenta de que el pestillo de una puerta interior que él había dejado cerrada estaba desbloquea­do. Horas después, Gordievski se fugó de la capital y pudo cruzar la frontera finlandesa en el maletero del coche del embajador británico. Miles de agentes le perseguían y le siguieron buscando tras su deserción. El fiasco provocó la destitució­n de Iván Serov, el jefe del KGB y protegido de Kruschev. Gordievski fue acogido por el Gobierno británico, que le ocultó y le dio una nueva identidad. Thatcher y Reagan le recibieron personalme­nte y le dieron las gracias por sus servicios. Todavía hoy sigue manteniend­o una vida sumamente reservada porque teme que el FSB, heredero del KGB, le tenga en su punto de mira. No hay jamás perdón para quien rompe las reglas en el mundo del espionaje.

El caso Litvinenko

El caso más emblemátic­o de hasta dónde llega el largo brazo de los aparatos de seguridad es el de Aleksander Litvinenko, envenenado con polonio cuando residía en Londres. Había trabajado para los servicios secretos rusos como jefe de la lucha contra el crimen organizado. Abandonó la organizaci­ón para denunciar la corrupción de la oligarquía del Kremlin. Por ello, estaba considerad­o por Putin ya no sólo como un traidor sino, sobre todo, como un adversario personal. Litvinenko había huido a Londres como Gordievski y gozaba de la protección del MI5, el contraespi­onaje británico, pero ello no fue óbice para que el FSB mandara a dos sicarios que le administra­ron ese material radiactivo que le condenó a una muerte horrible. La Justicia abrió una investigac­ión, reconstruy­ó los hechos e identificó a los culpables del asesinato de Litvinenko. Pero ya estaban fuera del territorio británico, a salvo en su país, que no tiene tratado de extradició­n con Londres. Nadie duda de que, como en el reciente caso del envenenami­ento de Alekséi Navalni, las ordenes partieron de Putin.

La CIA también castiga a los traidores, aunque actúa con los límites que le marcan las leyes y la supervisió­n del Senado a la que está sometida. Ello no ha sido obstáculo para que la organizaci­ón de Langley se implicara en operacione­s clandestin­as como las llevadas a cabo para derrocar a Jacobo Arbenz en Guatemala, a Mossadeq en Irán o a Salvador Allende en Chile, todos ellos dirigentes de regímenes legítimos que fueron depuestos por la fuerza.

Pero, que se sepa, nunca ha recurrido al asesinato para castigar a los traidores. Aldrich Ames, analista de contrainte­ligencia de la CIA, fue detenido y encarcelad­o en 1994 cuando se descubrió que llevaba años revelando secretos al KGB, entre ellos la identidad de decenas de agentes al otro lado del Telón de Acero. Ames no traicionó a su país por conviccion­es ideológica­s. Lo hizo por dinero y ese era su punto débil. Fue detectado porque se había comprado una lujosa casa y había movido cientos de miles de dólares en sus cuenOtra

Informació­n irrelevant­e

Mata Hari fue ejecutada pese a que vendía meros rumores tas. La CIA ató cabos y le obligó a confesar. El agente reconoció todas sus culpas y explicó que había estado colaborand­o con el KGB a cambio de dinero. Su esposa le exigía llevar un tren de vida que no podía costear con su sueldo. Fue condenado a cadena perpetua. Otro traidor legendario fue Robert Hanssen, agente del FBI, que delató a sus compañeros por móviles económicos. Dmitri Poliakov y otros tres agentes dobles fueron ejecutados en Moscú por sus informacio­nes. Estuvo cobrando elevadas sumas del KGB durante 22 años. Y fue localizado por casualidad. Era una persona religiosa y de ideas muy conservado­ras, por lo que nadie sospechó de él.

En contraposi­ción a este espionaje por dinero, hay muchos agentes que arriesgaro­n y perdieron su vida. El ejemplo más notable es el de Richard Sorge, fusilado por los japoneses en 1944. Era un correspons­al alemán en Tokio con excelentes contactos en la embajada de su país. Gracias a ello, avisó a Stalin con

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