Verdades, mentiras y libros autobiográficos
▶La intimidad propia es un material literario de primer orden, que en los últimos años ha dado tantas obras memorables como motivos de debate
zaña dijo que en este país la mejor forma de guardar un secreto era escribir un libro. Umbral le hizo caso y escribió mucho, muchísimo, siempre sobre sí mismo, aunque cuando se murió nadie sabía ni su nombre real ni su fecha de nacimiento ni quién era su padre, y eso que sus lectores se contaban por cientos de miles: esa es la magia de la autoficción, su embrujo. El de la literatura autobiográfica es un misterio, un enredo, más bien, que con el paso de los años y los títulos no hace más que complicarse con distintas etiquetas y broncas. La semana que viene llegará a España ‘Yoga’ (Anagrama), de Emmanuel Carrère, después de una sonada polémica de este con su exmujer, Hélène Devynck, quien lo acusó de presentar como verdades sus fantasías, dentro y fuera de la alcoba, por si fuera poco, incumpliendo, además, un contrato que habían firmado. En Francia, claro, la riña ha sido un éxito rotundo: a principios de diciembre Carrère ya había vendido más de doscientos mil ejemplares. La pregunta, sin embargo, no es cuál es la frontera entre la realidad y la ficción, un asunto enrevesado, propio del mundo académico más sesudo, sino por qué hay tantos autores que nos cuentan su vida. Por qué han llenado las librerías con sus cosas.
Alberto Olmos narró su transformación (¿mutación?) en padre en ‘Irene y el aire’ (Seix Barral), una novela sin ficción, pero con la mejor faja promocional de 2020: «La historia de un embarazo desde el punto de vista de un hombre que trata de no molestar demasiado». Él no cree que estemos ante un fenómeno nuevo, pero sí percibe un cambio. «Llevo tantos años ya leyendo libros autobiográficos o que se dicen tales o que uno debe pensar que son la propia vida del autor que ya lo doy como una constante del siglo XXI. Lo que sí que he notado es que hemos perdido el pudor antiguo que se cifraba en algo como: espe
Araré a que se mueran mis padres para contarlo todo. Ahora se cuenta todo con personas afectadas por el relato aún vivas, lo que puede generar problemas, aunque sólo sea a nivel personal, con tu familia o amigos o conocidos», sostiene. El caso de Carrère no es único, porque las dudas sobre qué mostrar y qué no mostrar son complejas. Luis Landero, que acaba de publicar ‘El huerto de Emerson’ (Tusquets), defiende que a veces hay que cortarse, por respeto. «Sería un poco indecente mentir si realmente uno va a hablar de cosas que ha visto, que ha vivido. Debes ser honesto, pero naturalmente hay un límite. Cosas que uno sabe de amigos que no se deben contar porque pueden herir. Yo lo tengo claro, hay un fondo ético», asevera. Luego, por supuesto, está el riesgo de convertir la autoficción en autopromoción, opina Olmos. También hay miedo a aburrir, como en cualquier otro género, por otra parte. «Hay que distinguir lo íntimo de lo doméstico, en la medida que lo íntimo somos todos y lo doméstico tus cositas sin importancia… Retratarse con defectos y manías y problemas es más interesante que retratarse impecable y triunfal. Creo que nos reconocemos por aquello de lo que no solemos estar orgullosos», apunta.
Pudor «Hemos perdido el pudor. Ahora se cuenta todo con personas afectadas por el relato aún vivas»
Las miserias
Ahí tenemos una clave: nos reconocemos en nuestras miserias. También en una mirada. O en el humor (la amistad es algo así como reírse de las mismas tonterías). Con esos ingredientes, entre otros, Andrés Trapiello ha logrado reunir a una pequeña legión de lectores en torno a sus diarios, ‘Salón de pasos perdidos’, que son un festín de palabrejas y estilo, de na