Cuando el rap es cantinela
No hubo tanto debate en el mundo de la cultura de consumo y de los abajofirmantes de progreso cuando en 2014 Isabel Pantoja, sin antecedentes penales, ingresó en la cárcel de mujeres de Alcalá de Guadaíra para cumplir la pena de dos años que entonces la convirtió en excepción penitenciaria y distracción de sobremesa. A Pablo Rivadulla –conocido como Pablo Hasel en un sector que lo emparenta con Agustín Lara o Manuel Alejandro, también escritores de canciones, pero sin compromiso social– lo detuvieron ayer los Mossos para meterlo en prisión por los méritos acumulados en una carrera delictiva que incluye agresiones, allanamiento, coacciones e intento de asalto. Defender con rimas o tuits la praxis etarra del tiro en la nuca no pasa de ser la banda sonora que, seducidos por el talento lírico de Rivadulla, tararean quienes de manera premeditada y cómplice prefieren silenciar su carácter criminal y su instinto asocial para presentarlo como ‘representante de la cultura y el arte’ en un Estado sin normalidad democrática. La copla es siempre la misma. El deterioro de la creación y el abaratamiento de la excelencia convergen en el río revuelto en el que medra una secta cuya superioridad moral se plasma en manifiestos que, uno tras otro, definen el actual canon del desconocimiento. Gil ScottHeron, Flavor Flav, Tupac Shakur o Ice T –el de ‘Cop Killer’– fueron raperos antes que Hasel, y también estuvieron en prisión, pero no por cantar. Rivadulla es un peligro público y un delincuente amparado por los guionistas del nuevo antifascismo, para los que actúa como tonadillera de su última función de variedades, play-back e imposturas. Lo utilizan como a una Pantoja cualquiera.