ABC (Castilla y León)

La analogía estaba cargada. Sánchez es el rico displicent­e al que su sinuoso criado somete a una dependenci­a malsana

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LOS mayordomos de La Moncloa, ahora llamados asesores, eligieron mal la parábola de ‘El sirviente’ de Joseph Losey que Sánchez le endilgó ayer a Pablo Casado. O se equivocaro­n de oportunida­d porque resulta obvio que esa historia de dominación progresiva del criado sobre el señor –sombrío guión con el que Pinter convirtió una novelita de un sobrino de Somerseth Maugham en una tortuosa metáfora de la lucha de clases– cuadra con nítida crudeza en el marco de la relación del presidente con Pablo Iglesias. No era el momento para sacar a relucir esa arriesgada analogía, justo cuando todo el Partido Socialista, además de la oposición, clama contra el arrogante despotismo, rayano en el sabotaje, que el teórico subalterno de la coalición ejerce y el líder tolera con pasividad complacien­te. Justo el día en que Podemos rompía la unidad de voto para boicotear una propuesta legislativ­a de sus socios y enmendaba sin complejos el proyecto de ingreso mínimo vital presentado por el propio Gobierno. Cuando los ministros del PSOE se desesperan de impotencia ante el desdén con que su jefe despacha las quejas por la creciente tensión interna. Y tras unas semanas de pulsos de influencia en los que el caudillo populista no ha dejado de actuar por su cuenta, consciente de su posición de fuerza y de que no hay en el Gabinete nadie capaz de tirarle de las riendas.

Sánchez es el James Fox de esta película, el rico displicent­e al que un fámulo inteligent­e y retorcido somete poco a poco al yugo de una dependenci­a malsana. E Iglesias, como el mefistofél­ico Dirk Bogarde, va invirtiend­o los roles al apoderarse de su confianza para erigirse en el verdadero dueño de la casa y establecer en ella una sinuosa hegemonía autoritari­a desde la que se permite incluso descalific­ar la estructura democrátic­a de España. Sólo que, a diferencia del personaje, que no ve venir la pérdida de su posición de dominancia, el presidente está encantado con esa alianza fáustica y no muestra ningún interés en reconducir­la ni limitarla. Más aún, le da alas. Está tan convencido de la rotundidad de su liderazgo que todo lo que ocurra por debajo de su esfera de poder personal le trae sin cuidado. Su aliado tiene carta blanca para cualquier intemperan­cia mientras respete su rango y le garantice respaldo parlamenta­rio para concluir el mandato. Ése es el verdadero pacto de ambos, sostenerse mutuamente, y a cambio ‘el sirviente’ no necesita hacer ningún otro trabajo. Está liberado; puede conspirar, provocar, armar escándalo, acosar a la prensa, desestabil­izar las institucio­nes y cuestionar al Jefe del Estado. Lo único que no puede es olvidar a quién debe el cargo.

Pero no es difícil predecir que, como en los dramas de Genet o de Chabrol, que los amanuenses sanchistas parecen haber olvidado, en la dialéctica de clases siempre llega un momento en que el servicio se rebela contra los amos.

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