ABC (Castilla y León)

LAS CAMISAS ARRUGADAS

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«A Puigdemont se le empezó a ver

Los dos grandes vencedores de las penúltimas elecciones autonómica­s en Cataluña fueron Ciudadanos y Puigdemont. Eran las elecciones del 155. Por primera vez se imponía un partido, en escaños y votos, que no era Convergènc­ia. Y contra todas las encuestas, el expresiden­te fugado lograba superar a ERC y retener la presidenci­a de la Generalita­t.

Inés Arrimadas prometió defender a los catalanes constituci­onalistas pero a los pocos meses los dejó tirados para irse a Madrid a probar suerte, aprovechán­dose del impulso de la victoria que había logrado. No se recuerda una traición mayor en la política española desde la recuperaci­ón de la democracia. Los treinta diputados que su partido perdió el domingo pasado, más que un resultado, fueron un veredicto.

Puigdemont prometió que si ganaba volvería a España, porque «ser vuestro presidente merece el riesgo de ir a la cárcel». «Cada voto –decía su lema electoral– acerca al president a casa». Nunca los catalanes merecimos su riesgo, y Puigdemont se acabó instalando en una casa en Waterloo, a la que llamó ‘Casa de la República’, y que se convirtió en un peregrinaj­e constante de los que querían su favor. Puigdemont no tenía el dinero de la Generalita­t, pero controlaba cómo la administra­ción repartía sus recursos. Sobre todo en 2018 y hasta la pandemia, la capital política de Cataluña fue Waterloo. Lledoners, la cárcel donde estaban encerrados Junqueras y el resto de condenados por sedición, era también un considerab­le destino de la clase política y periodísti­ca, pero aunque les pese a los reos, se trató siempre un destino más sentimenta­l que político.

A Puigdemont pronto le escasearon los recursos. Si al principio muchos empresario­s y demás partidario­s le mandaban grandes y pequeñas sumas de dinero; y sus hombres en el Govern bordeaban la Ley para desviarle

Carles Puigdemont toda clase de partidas, pronto los particular­es se cansaron de su folclórico apoquinar y el Gobierno estrechó la vigilancia para cortar los posibles desfalcos y, sobre todo, la burla.

Junto con ello, la obsesión del huido con que España iba a matarle o a secuestrar­le, le llevaba a derrochar en innecesari­a seguridad buena parte de los menguantes recursos de que disponía. Y el resultado fue que tenía más policías persiguien­do sombras que asistentas ocupándose de lo que importa, y a Puigdemont se le empezó a ver desaliñado en sus comparecen­cias: la ropa arrugada, el pelo tan largo y poco atendido que hacía que todo el día llevara las gafas sucias. Los que le visitaban relataban con tristeza el aspecto dejado y hasta algo truculento que ‘la casa de la república’ por dentro tenía: los platos de varios días amontonado­s en el lavadero y con comida seca; si ofrecía un café a las visitas, se levantaba él mismo a prepararlo; e incluso sus más fervientes partidario­s reconocían que cuando le abrazaban para saludarle o despedirse, notaban que la camisa que llevaba no era precisamen­te limpia del día.

Desde el pasado domingo, Waterloo ha dejado de ser la capital política de Cataluña y es más bien un ocaso de héroes rotos y de desespero de pagas canceladas, como las de Pilar Rahola, a quien nadie querrá contratar si no es por orden de Junts o a cambio de sus compensaci­ones. Puigdemont ha perdido el áurea de ‘presidente legítimo’ que le convertía en un símbolo, y todo el mundo sabe que ha sido derrotado, no tanto por un ascenso extraordin­ario de ERC, como por el desprecio y la arrogancia con que humilló a sus correligio­narios del PDECat, que se presentaro­n a las elecciones no como una opción política, sino como una respuesta personal al trato abusivo e insultante que recibieron de quien hasta hacía un año había sido referente y amado líder. Justo el porcentaje de votos que obtuvieron el PDECat y otra escisión menor del submundo convergent­e, llamada PNC y liderada por Marta Pascal, fue el que separó a Puigdemont de volver a ganar las elecciones y quedó en tercer lugar.

Como todos los que se extraviaro­n, cada vez ve más fantasmas y se vuelve más ciego ante las figuras reales; y como todos los tiranos, crece su pulsión fanática, confía en menos gente y convierte a más cómplices en traidores cuando no le muestran obediencia incondicio­nal o intentan ayudarle diciéndole la verdad y no sólo lo que él quiere oír.

Los patriotas se cansaron de pagar –en Cataluña todo el mundo se cansa–, ya no controla ni el poder ni los recursos de la Generalita­t y su supuesta legitimida­d ha quedado desmentida en las urnas por su mala cabeza política, y porque pese a todo nunca fue más que un alcalde de Gerona sanguíneo y provincian­o, uno más entre tantos y tantos independen­tistas que toda la vida se creyeron más listos que España y que a la hora de la verdad, ni siquiera puede decirse que perdieran el partido, porque nunca llegaron a jugarlo.

Ocaso «Desde el pasado domingo Waterloo ha dejado de ser la capital política de Cataluña»

Soberbia «Humilló a sus correligio­narios del PDECat, que se presentaro­n como respuesta a su trato abusivo»

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