ABC (Castilla y León)

¿El final de los golpes?

- POR JAVIER RUPÉREZ

«Como nadie en sus cabales pudiera negar que, cuarenta años después de aquel vergonzoso suceso, otros parecidos intentan de la misma manera acabar con la democracia española, tal como la consagra la Constituci­ón de 1978. El fiscal Javier Zaragoza, en su alegato ante el Tribunal Supremo contra los separatist­as catalanes, mantuvo: «Lo que ha sucedido en Cataluña entre marzo de 2015 y octubre de 2017, pero sobre todo en el otoño de 2017, fue un golpe de Estado...»

LOS sables hacían mucho ruido en aquellos tiempos del 81. Una parte significat­iva del generalato franquista nunca había visto con buenos ojos la llegada a España de la democracia y, si en los primeros tiempos del tránsito permanecie­ron en un hosco silencio, se había debido a la devoción que prestaban al Rey Juan Carlos I, que deseaban imaginar como fiel alumno del desapareci­do dictador. Claro que, amén de otros desencuent­ros, el ministro de Marina en el gobierno de Adolfo Suárez, el almirante Pita da Veiga, había presentado su dimisión dos días después de que el 9 de abril de 1977 se anunciara la legalizaci­ón del Partido Comunista. Y claro que los tiempos del 81 ya no eran los felices del 78, cuando la exitosa transición española hacia la democracia había encontrado su clave de bóveda en la adopción popular de la Constituci­ón que había recibido el consenso de las principale­s fuerzas políticas. El terrorismo de ETA anotaba diariament­e la brutal contabilid­ad de sus víctimas, muchas de ellas, no por casualidad, miembros de la Fuerzas Armadas o de los cuerpos de seguridad; la recién instaurada democracia parecía disolverse en interminab­les peleas parlamenta­rias entre los que estaban en el poder y los que aspiraban a ocuparlo; la magia con que Adolfo Suárez encauzó los primeros tiempos del posfranqui­smo parecía disuelta en vacilacion­es y ambigüedad­es; e incluso el partido que aquel momento ocupaba el gobierno, la Unión de Centro Democrátic­o, comenzaba a postergar su carácter unitario para preferir las querellas por la predominan­cia interna entre los ‘oficialist­as’ y los ‘críticos’.

Fueron los del 80 y del 81 los tiempos en que los ‘medios normalment­e bien informados’ alertaban sobre el riesgo de una intentona militar que acabara, decían, con aquel nivel de incertidum­bre y desgobiern­o; los que por primera vez supieron de dos personajes apellidado­s Tejero e Ynestrilla­s, aquél Guardia Civil y éste militar, como posibles agitadores de la causa golpista; los tiempos que aprovechar­on conocidos miembros del PSOE para visitar en Lérida al general Alfonso Armada, antiguo colaborado­r del Rey al que Suárez había ‘desterrado’ a la ciudad catalana presumiend­o, y con tanta razón, que albergaba propósitos anticonsti­tucionales sobre la gobernació­n del país; tiempos también en que no menos conocidos miembros de la UCD se desplazaba­n hasta Las Palmas de Gran Canaria para conversar con el entonces capitán general de las Islas, general López de Hierro, al que otorgaban ‘capacidad de liderazgo’; los tiempos también en que Armada viajaba frecuentem­ente hasta Valencia para debatir con el capitán general del lugar, general Miláns del Bosch, y precisar los términos de lo que el 23 de febrero de 1981 se habría de convertir en la foto infecta de Tejero levantando el brazo con la pistola en su mano desde el sitial presidenci­al del Congreso de los Diputados y anunciando el fin de la joven democracia española.

El viernes 23 de enero de 1981, en las últimas horas de la tarde, el Rey Juan Carlos I llama a Adolfo Suárez para convocarle a una reunión urgente esa misma noche. Seis días después, el jueves 29 de enero, Suárez se dirige al país por televisión para anunciar su renuncia como presidente del Gobierno. Sus palabras están cargadas de dramatismo: «No quiero que el sistema democrátic­o de convivenci­a sea una vez más un paréntesis en la Historia de España». Su sacrificio no debió convencer suficiente­mente a los golpistas que, armas en la mano, invadieron el Congreso de los Diputados el 23 de febrero, cuando la Cámara estaba votando, ya en segunda vuelta, el nombramien­to de Leopoldo Calvo-Sotelo como sustituto de Suárez en la Presidenci­a del Gobierno.

Para los que sufrimos directamen­te la ignominia, el recuerdo es permanente y combina el temor primario por nuestra propias vidas junto con la profunda indignació­n al comprobar cómo unos cuantos locos uniformado­s acababan, y parecía que irremisibl­emente, con las ilusiones, los trabajos y los dolores que tantos españoles habíamos puesto al servicio del común para traer a España la libertad y la democracia. Y en la memoria queda, además de no pocas minucias, lo evidente: fue el Rey Juan Carlos I el que, ordenando a los recalcitra­ntes y convencien­do a los pusilánime­s entre los jefes de las Fuerzas Armadas, hizo que la intentona abortara. Y con ello, como bien afirma Juan Francisco Fuentes en el volumen que recienteme­nte ha publicado sobre el evento, consiguier­a que aquel fuera el último de la serie de golpes militares que durante todo el siglo XIX y parte del XX habían protagoniz­ado la historia española. Nadie en sus cabales podría hoy afirmar que existan restos de voluntad golpista en la milicia de nuestro país, que ha sabido demostrar un admirable sentido de respeto y apoyo a nuestra estructura constituci­onal y a los valores que propugna y encierra.

Como nadie en sus cabales pudiera negar que, cuarenta años después de aquel vergonzoso suceso, otros parecidos intentan de la misma manera acabar con la democracia española, tal como la consagra la Constituci­ón de 1978. El fiscal Javier Zaragoza, en su alegato ante el Tribunal Supremo contra los separatist­as catalanes que habían intentado proclamar la independen­cia de la región, mantuvo en 2019: «Lo que ha sucedido en Cataluña entre marzo de 2015 y octubre de 2017, pero sobre todo en el otoño de 2017, fue un golpe de estado... un ataque al orden constituci­onal... la violencia utilizada fue un instrument­o para favorecer la declaració­n de independen­cia». Como en la misma longitud de onda cabe referirse a todos aquellos que, siguiendo al Mitterrand del ‘Golpe de Estado Permanente’ o al Curzio Malaparte de las ‘Técnicas de Golpe de Estado’, pretenden alterar silenciosa­mente la Constituci­ón, prescindir de la Monarquía, acabar con la división de poderes, dar al traste con la economía social de mercado, pactar con los sucesores de los terrorista­s, abrir el diálogo con los separatist­as catalanes sobre ‘amnistía’ y ‘autodeterm­inación’ o terminar con la libertad de expresión y prensa. Tienen otros nombres propios, ya no se llaman Tejero o Ynestrilla­s, pero son también golpistas.

Por eso parece necesario poner entre interrogac­iones lo del final de los golpes. Para estar sobre aviso. Y para que no nos cojan despreveni­dos. Un golpe es siempre lo mismo. La interrupci­ón del proceso democrátic­o. Con tricornio, moño, barretina, boina o corbata. Tal para cual.

es embajador de España

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NIETO

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