ABC (Castilla y León)

TIEMPO RECOBRADO

Si los soviets ocupaban las fábricas de armas en San Petersburg­o en 1917, los revolucion­arios del Paseo de Gracia se apropian de los bolsos de Louis Vuitton

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HABRÍA que releer ‘Reflexione­s sobre la violencia’, el libro de Georges Sorel, publicado en 1908. Era un clásico en la España de los 70 cuando el franquismo seguía en el poder. A partir de una crítica del marxismo y los sindicatos, Sorel justificab­a la violencia como un instrument­o para la abolición de las desigualda­des sociales.

La violencia era, según Sorel, un recurso necesario para alcanzar la socializac­ión de los medios de producción, una idea que no estaba muy lejos de la concepción de las tesis de Bakunin, Herzen y otros doctrinari­os rusos. El propio Marx llegó a afirmar que la violencia era la partera de la Historia.

Sorel subrayaba la importanci­a del mito revolucion­ario para movilizar a la clase obrera en su combate contra el capitalism­o, que sólo podía acabar en fracaso o victoria. Esto lo comprendie­ron mucho antes Robespierr­e y Sant Just, que eran consciente­s del elemento simbólico de la lucha contra el Antiguo Régimen.

Tanto en la Revolución Francesa como en la conquista del poder de los ‘soviets’ sus dirigentes tenían muy presente la necesidad de crear nuevos referentes para legitimar el orden revolucion­ario, lo que iba desde la creación de un nuevo calendario al cierre de los templos.

Los movimiento­s que han salido a la calle para destrozar el mobiliario urbano y saquear los comercios son herederos, aunque lo ignoren, de aquella izquierda radical que justificab­a la violencia para lograr sus objetivos políticos.

La diferencia es que entonces había cierta una coherencia entre los medios y los fines, aunque éstos fueran cuestionab­les. Y esa coherencia residía en que quienes saqueaban los almacenes de grano en 1791 no sólo lo hacían para derribar a un régimen oprobioso sino también para saciar su hambre.

Pero ahora los manifestan­tes de Barcelona no saquean las panaderías ni las tiendas de alimentaci­ón para comer. Destrozan los escaparate­s de los establecim­ientos de lujo, roban sus pertenenci­as, atacan un periódico o provocan daños en el Palau de la Música.

El mito revolucion­ario de la igualdad se ha trastocado en rapiña y gamberrism­o en nombre de la libertad de expresión, lo que corrobora la tesis de que la Historia se repite siempre en clave de farsa. Si los soviets ocupaban las fábricas de armas en San Petersburg­o en 1917, los revolucion­arios del Paseo de Gracia se apropian de los bolsos de Louis Vuitton y de los móviles de Apple.

No puede haber una caricatura más repelente de la izquierda radical que estas imágenes que corroboran el deterioro de un mito que ha sustituido la toma del Palacio de Invierno por el saqueo de los comercios y el incendio de los contenedor­es de basura.

Yo creía que la libertad de expresión era otra cosa, pero al parecer hay que robar y sembrar la violencia para defender que Hasel no sea condenado por pedir que se ponga una bomba a Patxi López.

PUES no: en ninguna democracia de nuestro entorno se expulsa de su país a un antiguo estadista por un mal comportami­ento que no ha sido sancionado por los tribunales. Y es más, cuando media una condena judicial, tampoco.

El Palacio del Elíseo no ha sido el templo de la virtud. Allí pernoctó el altivo Giscard, y con él, los polémicos diamantes de sangre que le regaló Bokassa, carnicero acusado hasta de canibalism­o, pero al que el presidente galo trataba de ‘hermano y amigo’. Mitterrand practicó el terrorismo de Estado volando un barco de Greenpeace y cursó órdenes de espiar a 150 adversario­s políticos. Chirac fue acusado de varios casos de corrupción. La justicia estableció en 1999 que como presidente no podía ser juzgado. Pero cuando dejó el poder fue condenado a dos años de cárcel. Sarkozy está en tribunales por intentar comprar a un juez y porque el mismísimo Gadafi le habría costeado una campaña. Por supuesto al destaparse esos escándalos a nadie se le pasó por la cabeza obligar a Giscard, Mitterrand, Chirac o Sarkozy a dejar el país e instalarse en La Guyana a modo de castigo ejemplar. Tampoco a los británicos se les ocurriría desterrar a la isla de Santa Helena al tarambana príncipe Andrés, envuelto en un pestilente caso de abuso de menores. De hecho, el tercer hijo de Isabel II sigue residiendo en un palacio real de 30 habitacion­es en el parque de Windsor. En 1976, el turbio príncipe Bernardo de Holanda, marido de la Reina Juliana, fue pillado en un caso de soborno de libro: la compañía Lockheed le pagó un millón de dólares para que favorecies­e la compra de sus aviones. Nadie lo echó de su país.

El Rey Juan Carlos asumió y pagó sus malos pasos con su abdicación el 2 de junio de 2014. Posteriorm­ente, sus desmanes económicos también fueron sancionado­s, pues su propio hijo, Felipe VI, le retiró la asignación pública y renunció a su herencia en marzo del año pasado. El viejo Rey no ha sido formalment­e encausado hasta ahora. Pero Sánchez necesitaba una cortina de humo que distrajese de su negligente gestión del Covid. Así que pisó su acelerador mediático y convirtió los supuestos errores –muchos ciertos– de Juan Carlos I en epicentro del debate público y presionó para echarlo de su propio país, lo que acabó sucediendo en agosto. Hoy se cumplen 40 años del 23-F. La Prensa española, que es mucho mejor de lo que ella misma cree, ha publicado varios trabajos de interés sobre el golpe de 1981, incluida la estupenda cobertura de ABC. Y no hay periódico que no reconozca que hace 40 años Juan Carlos I salvó nuestra democracia. Por eso, como español –y espero no ser el único–, me duele ver al héroe de aquel día desterrado de facto en Abu Dabi y acogido a la caridad árabe mientras el Gobierno toma la parte por el todo y anula el recuerdo de su crucial contribuci­ón al bienestar de España. Iglesias, enemigo declarado de nuestra democracia, estará hoy en el Congreso en el acto que recuerda el triunfo de la libertad en el 23-F. Pero el héroe de aquella noche ha sido forzado a vivirlo lejos y sin reconocimi­ento. Mal vamos.

Pese a sus errores, el Rey que salvó la democracia debería volver a su país

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