ABC (Castilla y León)

La poeta nicaragüen­se, premio Gil de Biedma por ‘El pez rojo que nada en el pecho’, repasa su vida, desde la revolución hasta hoy

- BRUNO PARDO PORTO MADRID

Gioconda Belli (Managua, 1948) es una mujer que habita el lirismo. Dice que los versos le vienen, le caen de alguna parte, y que entonces la belleza la posee por entero, hasta que culmina el poema. Qué suerte, la suya. Así ha construido una obra sensual y sensitiva, plagada de imágenes traídas de un mundo más colorido que el nuestro. Su último libro, ‘El pez rojo que nada en el pecho’ (Visor), ganó el premio Jaime Gil de Biedma, un nombre puesto en entredicho, pero que a ella le causa admiración. Será la «culpa de clase» que comparten…

Parece haber hecho un pacto con el diablo, Gioconda, porque los años pasan por ella, pero no le pesan. Y eso que ha tenido una biografía agitada como pocas, que justificar­ía arrugas y demás castigos del tiempo. Fue madre muy joven, a los diecinueve años, y también una revolucion­aria entregada al sandinismo. Sufrió el exilio, claro, y a la larga también la decepción: ha visto cómo el movimiento que ella ayudó a levantar, por el que se jugó la vida, hoy ejerce un poder tiránico en Nicaragua. Eso le da rabia, pero al echar la vista atrás no hay arrepentim­iento, sino todo lo contrario. «Si me muriera mañana, no me voy con las manos vacías, no siento que desperdici­é la vida. Siento que la he vivido intensamen­te», sentencia. —En estos tiempos de distancia y de frío aparece este poemario, lleno de amor, de sensualida­d, de contacto. ¿Es su forma de rebelarse?

—Yo soy muy del amor. A mí me parece que el amor es una energía extraordin­aria que tenemos los seres humanos. Nos cambia el color de la vida, el amor. Nos cambia nuestra manera de estar en el mundo, nos hace crecer como seres humanos. Hasta que uno no conoce el amor no sabe lo que es ni el cuerpo ni el corazón. Te pone la carne y la piel mucho más delicada, también. Es una sensación de absoluta vulnerabil­idad. —¿La pasión no desaparece con los años?

—Cambia, pero no desaparece. Yo antes era más animal, y ahora soy más planta. Planta en sentido de sensibilid­ad. Creo que fui árbol en una vida anterior, y mi esencia de árbol se manifiesta más ahora. Quiero estar más en el mismo lugar, quiero sentir más, pero a través de los poros. Ayuda que tengo un amor muy estable, también. Llevo casada más de treinta años, y el amor con mi esposo es sumamente divertido. Uno tiene que aprender a desarrolla­r el amor como amor, no como costumbre.

—Usted propició una suerte de revolución en la poesía nicaragüen­se por la sensualida­d de sus versos. ¿Cómo lleva esa etiqueta tan repetida de poeta erótica?

—No me gusta ya, me da risa, porque a estas alturas… Yo empecé a escribir en los setentas, en ese tiempo sí, la poesía erótica era escandalos­a, pero ahora ya ni siquiera la etiqueta vale, porque mucha gente escribe este tipo de poesía. —Le cito: «Cuando bailo soy feliz. / Nada se parece menos a la muerte que la música». ¿Cómo está llevando esta vida sin baile que nos impone el virus? —Pues con una gran sensación de irrealidad. Aquí no sabemos cuánta gente ha muerto, no sabemos nada de la situación del país. Solo sabemos que hay una plaga y que está causando problemas y muertes. Pero egoístamen­te no lo he pasado muy mal: he leído muchísimo, por supuesto leí mucha poesía. Volver a leer poesía siempre lo conforta a uno... He bailado mentalment­e [ríe].

—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial la poesía?

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MARGARITA MONTEALEGR­E

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