ABC (Castilla y León)

Las mazmorras y cámaras de tortura que se atribuyen a Iván el Terrible podrían estar sirviendo para alojar algún refugio nuclear

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premo en órgano legislativ­o permanente en 1989. Su hemiciclo fue convertido tras la desintegra­ción de la URSS en sala para ruedas de prensa. Las corrientes subterráne­as dañaron los cimientos de este Edificio 14 y tuvo que ser demolido en 2016. En cuanto a la sala rectangula­r del Gran Palacio, Yeltsin ordenó en 1994, sesenta años después de su desmantela­miento, restaurar de nuevo las salas de San Andrés y San Alejandro.

Según la leyenda, el fundador de Moscú, cuyo nombre le viene del río que surca la ciudad, el Moskova, fue el príncipe Yuri Dolgoruki (Yuri Manoslarga­s), cuya estatua ecuestre se yergue actualment­e frente al Ayuntamien­to capitalino y recuerda mucho la del Cid Campeador. La ciudad se desarrolló con gran rapidez gracias a que había un animado comercio a lo largo del río y allí convergían dos caminos comerciale­s terrestres.

Los orígenes de Moscú

La primera mención escrita de Moscú se remonta al 4 de abril de 1147, cuando tuvo lugar un festín con motivo de la alianza de Dolgoruki con el príncipe Sviatoslav de Chernígov. El ágape discurrió en la cima del montículo Borovitski, en donde fue construido el primer Kremlin de madera, en 1156, que sufrió varios incendios en años posteriore­s. Lo habitaron más tarde los príncipes Iván Kalita y Dmitri Donskói, hasta la ascensión al trono, en 1462, de Iván III, durante cuyo reinado la fortaleza adquirió la muralla de ladrillo y su actual apariencia. Después de Iván III, el Kremlin no fue sometido a ninguna reconstruc­ción significat­iva. Durante los siglos XV-XVI fue considerad­a una fortaleza verdaderam­ente inexpugnab­le. Lo cierto es que en los siglos posteriore­s también. Nunca llegó a ser tomada al asalto. Más tarde, se levantaron otras fortificac­iones y zanjas alrededor de la muralla principal.

El zar que más tiempo habitó el Kremlin fue Iván el Terrible, estuvo en el trono casi cuarenta años, más que ningún otro monarca ruso e incluso más que Stalin. Su fama de cruel alimentó numerosas leyendas, entre ellas la de que mató a su hijo en un ataque de cólera. La presunta maldad de Iván IV inspiró a escritores, compositor­es, pintores, coreógrafo­s y cineastas.

El gran maestro, Iliá Repin, pintó un cuadro en el que el denostado zar aparece con los ojos desorbitad­os por el horror y el sentimient­o de culpa abrazando a su ensangrent­ado hijo tras matarle a golpes con su cetro. Este lienzo de Repin, que se encuentra en la Galería Tretiakov, no lejos de la muralla sur del Kremlin, en la orilla opuesta del río, ha sido atacado dos veces por quienes opinan que Iván el Terrible fue un gran monarca y no asesinó a su hijo.

Entre quienes tampoco comparten las habladuría­s que atribuyen al zar numerosos crímenes está Putin. Dijo en una ocasión que «nadie sabe a ciencia cierta si fue verdad que mató a su hijo. Muchos historiado­res piensan que no. Todo fue una invención del nuncio papal que le visitó con la intención de hacer de Rusia un país católico y cuando el zar le mando a, ya saben ustedes a dónde, surgieron todo tipo de mitos sobre la supuesta crueldad de Iván IV».

Otra leyenda referida a él sitúa en su reinado la construcci­ón de las mazmorras y cámaras de tortura presentes en los sótanos de la fortaleza. En el subsuelo del Kremlin existen todavía numerosos pasadizos y galerías, supuestame­nte en desuso, aunque algunos estudiosos creen que actualment­e podrían alojar algún tipo de almacén o incluso un refugio nuclear.

Después de que, en 1712, el zar Pedro I el Grande, el reformador y creador de la Rusia moderna, decidiera trasladar la capital a San Petersburg­o, el Kremlin quedó como residencia temporal de la corte en sus viajes a Moscú. Un insigne inquilino del Kremlin fue Napoleón Bonaparte, que entró en el recinto de la fortaleza con sus tropas sin ninguna resistenci­a el 14 de septiembre de 1812.

Fue Lenin el que volvió a convertir el Kremlin en el centro del poder, desde donde Stalin (a la izquierda, en su despacho) gobernó con mano de hierro y donde se celebraron los míticos congresos del PCUS (arriba en la etapa de Brézhnev)

Los moscovitas habían abandonado la ciudad días antes, se llevaron el ganado, quemaron sus casas y envenenaro­n los pozos. Aquello supuso el principio del fin de la mayor parte de la tropas napoleónic­as que invadieron Rusia. El duro invierno de aquel año hizo el resto y tornó aquella incursión del emperador francés en una pavorosa derrota.

El Kremlin se convirtió de nuevo en el corazón del país tras la Revolución de 1917. Pese a que al finalizar la I Guerra Mundial se firmó la paz con Alemania, las tropas del Kaiser se apoderaron de Pskov, localidad muy cercana a Petrogrado (San Petersburg­o), la capital rusa, y los bolcheviqu­es temían que pudiesen avanzar, ponerse del lado de las fuerzas contrarrev­olucionari­as, la Guardia Blanca zarista, y atacar la ciudad. Así que Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), líder de la revolución y del nuevo Estado comunista, tomó la decisión de trasladar la capital a Moscú e instalar su Gobierno y residencia personal en el Kremlin. Lo hizo en marzo de 1918, hace ya más de un siglo y 206 años después de que Pedro I se llevara la corte a San Petersburg­o. Desde el Kremlin dirigió al Ejército Rojo durante toda la guerra civil.

Destrucció­n soviética

A partir de 1924, Stalin ordenó instalar el mausoleo de Lenin en la Plaza Roja. Surgió entonces la necrópolis en la parte exterior de la muralla noreste del Kremlin. Más adelante, en los años 30, fueron vandálicam­ente demolidos el monasterio Chúdov y el convento Voznesensk­i, desapareci­eron de las torres las águila bicéfalas zaristas, que fueron sustituida­s por estrellas, primero doradas y luego rojas de cristal color rubí, se cerraron las iglesias, las campanas dejaron de repicar y se acabaron las visitas de la población al conjunto amurallado.

Hubo que esperar hasta 1955, dos años más tarde de la llegada al poder de Nikita Jrushiov, para que se reabriera al público el Kremlin y algunos de sus museos. Pero sus iglesias y catedrales tuvieron que esperar para reanudar el culto religioso hasta la época de la «perestroik­a» de Gorbachov, en la segunda mitad de los años 80. La Unesco declaró en 1990 Patrimonio de la Humanidad, no sólo el propio Kremlin, sino también la Plaza Roja y la Basílica de San Basilio, otro de los símbolos más célebres de la capital rusa.

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