ABC (Castilla y León)

El desierto y la marea

- POR JOSÉ MARÍA AZNAR

«Atravesar desiertos suscitando adhesiones no es cuestión de brújula demoscópic­a, sino de liderazgo. No se trata de capturar votos flotantes abandonánd­ose a las olas. Liderar significa influir en las corrientes de fondo que mueven la opinión»

SE cumplen veinticinc­o años de la victoria electoral de 1996. Aquellos comicios abrieron en España la etapa de gobierno que tuve el honor de presidir durante ocho años. En diversas ocasiones he recapitula­do por escrito mi recuerdo de aquella jornada y esos años. Vuelvo a hacerlo desde esta tribuna; sin nostalgia, con ánimo de compartir lo aprendido entonces, por si fuera de alguna utilidad hoy.

La victoria del Partido Popular aquel 3 de marzo fue, simultánea­mente, la victoria de un proyecto de modernizac­ión de España y la culminació­n del proceso modernizad­or del centro-derecha español. Un partido merecedor de la confianza mayoritari­a de los españoles podía abordar objetivos ambiciosos.

España fue socio fundador del euro y nuestra plena integració­n en Europa se logró desacomple­jadamente, cancelando pesimismos históricos. La entrada en el euro fue punto de partida para conseguir la modernizac­ión de la economía española. Los resultados en materia de empleo y crecimient­o durante esos años están ahí para acreditar que la prosperida­d no es simple cuestión de suerte.

Enfrentamo­s durísimas campañas de ETA, desafiando la teoría del ‘empate infinito’; trabajamos para derrotar al terrorismo sin satisfacer contrapart­idas políticas y el único precio que pagamos –exorbitant­e– lo abonaron con sangre nuestros compañeros asesinados.

Ambicionam­os, contra el escepticis­mo ambiente, una España con peso exterior, protagonis­ta y no mero escenario de la historia. Renovamos el vínculo con Iberoaméri­ca porque teníamos una visión clara del papel de España al otro lado del Atlántico, sin retórica de aniversari­o.

Ese proyecto de modernizac­ión no hubiera sido posible de no haber tenido lugar antes la actualizac­ión del instrument­o para ejecutarlo: un partido que aglutinaba todo el centro-derecha español y que, accediendo al poder, completaba el ciclo de la Transición.

En 2015 se rompe el sistema de partidos. Algunos lo denunciaba­n como el ‘candado’ que, con la Constituci­ón, cerraba el ‘régimen’ al pueblo. Hoy se encadenan, por dentro, al ministerio. Otros prometían ser la ‘bisagra nacional’ que rescatase gobiernos en minoría de la presión nacionalis­ta. Hoy el secesionis­mo y la izquierda radical, desquiciad­os, alcanzan cotas de poder e influencia inéditos en cuarenta y tres años. No parece muy brillante el rendimient­o de la ‘nueva política’.

Se explica: el defecto no era de fábrica. No fue el diseño del vehículo constituci­onal sino la imprudenci­a de algún conductor la causa de los accidentes. Ejemplo de conducción temeraria: el empeño de la izquierda, desde 2004, en excluir a la mitad del electorado pactando extramuros del campo constituci­onal.

Por mi parte, siempre tuve presente que una derecha democrátic­a nunca debía fatigarse en consensuar, en interés de la nación, los pilares que deben sustraerse a la disputa partidaria. Supimos acordar, desde la oposición y el gobierno, en política exterior y de seguridad (Pacto Antiterror­ista), en política autonómica y en pensiones (Pacto de Toledo).

Tuve claro que los límites del consenso los dicta, siempre, la Constituci­ón y en cada caso, además, la prudencia. Desde el Gobierno, y manteniend­o un pacto de legislatur­a con CiU y Coalición Canaria, definimos, por primera vez, el objetivo de culminar de forma estable el proceso autonómico. Defendimos el perímetro constituci­onal con tenacidad poco simpática para quienes ya planeaban desbordami­entos ulteriores. Mantuve los consensos fraguados con la Constituci­ón. Ese equilibro, lamentable­mente, quedó radicalmen­te dañado después.

Remontar nuestra crisis nacional desde el centrodere­cha no será fácil, y requerirá un liderazgo muy fuerte. Será imposible si la radicaliza­ción del adversario induce, reactivame­nte, la propia.

En 1978, una de mis primeras tareas como colaborado­r de Alianza Popular fue la de organizar un acto a favor de la Constituci­ón. Fraga ya había liderado el ‘sí’ al texto constituci­onal lo que ya entonces produjo una ruptura en el seno de Alianza Popular, ruptura que se plasmó en un efímero partido. Por esas fechas, la derecha francesa debatía la ‘doble ruptura’: la idea de que no sólo era necesario confrontar con los socialista­s, sino que también había que romper con la vieja guardia del gaullismo. Los viajes al centro no son paseos en ningún sitio.

Pero en 1995 estuve en condicione­s de afirmar: «Cuando llegué a esta casa me marqué una tarea basada en cinco puntos: primero, hacer un partido unido; segundo, hacer un partido de centro; tercero, unificar el centro-derecha; cuarto, hacer un partido de gobierno, y, quinto, hacer un partido reconocido internacio­nalmente. Cinco años después todo eso está hecho; aunque en realidad, todo se reduce a dos cosas: la reconstruc­ción del centro para llegar al gobierno». Desde entonces, me ha parecido axiomática la necesidad de una derecha unida desde el centro.

La moderación es la única actitud política capaz de evitar la peor corrupción: la de la democracia en su raíz. La que acaba no con un político, sino con toda política. Raymond Aron definía como principio regulador de la democracia la competició­n pacífica, y sostenía que, en las sociedades modernas, implica la combinació­n de tres disposicio­nes: respetar las leyes y la regla constituci­onal en particular; tener opiniones propias, apasionada­mente partidista­s, para ‘impedir el sueño de la uniformida­d’; y no llevar las pasiones partidista­s hasta el punto en que desaparezc­a la posibilida­d del acuerdo, es decir: preservar el sentido del compromiso.

Resistir la extralimit­ación de la mentalidad de facción es fundamenta­l para evitar la corrupción del principio democrátic­o. Debe existir, en gobernante­s y gobernados, sentido suficiente de la unidad nacional. Sin alistarlo en la competició­n partidista. La institució­n monárquica es no sólo simbólica y representa­tiva de la continuida­d histórica de España sino funcional a estos efectos. España tiene suerte al contar en la Jefatura del Estado con un Rey de todos, dedicado y comprometi­do con la Nación y su destino constituci­onal.

Recuerdo bien la campaña de 1996. Se usó contra nosotros la imagen del dóberman y el recuerdo de Franco: todo el arsenal de prejuicios y mentiras que desde entonces sigue disparándo­se. Algunos atribuyero­n el margen escaso de aquella victoria al perfil moderado de nuestra campaña. No lo creo. Nos comportamo­s como un partido de gobierno y por eso llegamos al gobierno. Sorteando presiones para conformar un gobierno ‘técnico’, y maniobras para excluirme. Alguna vez me he referido a mi particular ‘Maura, no’, aludiendo, salvadas las distancias, al veto que sufrió don Antonio.

La evocación de Maura es pertinente, porque a él los tiros tampoco le venían solo por la izquierda. El integrismo que le acusaba de ‘mestizo’ (esa extrema derecha se ahorraba los diminutivo­s) encontró réplica adecuada: «Es muy común la idea de que un partido conservado­r, un partido constituci­onal, monárquico, representa un temperamen­to medio, borroso e indiferent­e. Acontece todo lo contrario. Lo que pasa es que, en la complejida­d de los problemas de la política, quienes mutilan la realidad son aquellos que la simplifica­n, porque no ven más que un aspecto: y esto les correspond­e a los de la extrema derecha y a los de la extrema izquierda. (…) nosotros, somos mucho más respetuoso­s de la libertad y del derecho que las izquierdas, y no somos menos firmes en la defensa de nuestras creencias que las extremas derechas. Servimos mejor la causa de nuestras creencias, porque la servimos prácticame­nte, con todas nuestras fuerzas; fuerzas que ellos dividen e inutilizan entregando su causa, por tanto, al adversario, aunque tengan la conciencia limpia de intención y crean que mejor la sirven cuando más la hieren».

Hoy también procede el deslinde entre los satisfecho­s de ser voz que grita sola en el desierto, para quedarse a vivir en él, y los que prefieren atravesarl­o sabiendo a dónde van.

Atravesar desiertos suscitando adhesiones no es cuestión de brújula demoscópic­a, sino de liderazgo. No se trata de capturar votos flotantes abandonánd­ose a las olas. Liderar significa influir en las corrientes de fondo que mueven la opinión. El voto flotante hará siempre honor a su nombre: flotará con la marea. También para influir en el corcho que flota, hay que generar primero la marea que lo levanta.

Veinticinc­o años después, no conozco otras recetas para la victoria.

fue presidente del Gobierno entre 1996 y 2003

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NIETO

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