ABC (Castilla y León)

«Quiere morir matando. Ha hecho una campaña que roza lo estrafalar­io con un odio hacia la derecha que resulta impostado»

«Ha acuñado un discurso que justifica la violencia con el pretexto de que se trata de una defensa contra un fascismo imaginario»

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fuera sin entrar en el fondo de la cuestión, que es su doble rasero para medir la violencia.

Cuando apareciero­n las balas contra él hace pocos días en un sobre, no dudó en reprochar a Vox su negativa a condenar esa amenaza. Pero él ha alentado los disturbios en las calles de Madrid y Barcelona, ha justificad­o los improperio­s de Pablo Hasel, se ha negado a repudiar las coacciones contra sus oponentes políticos y ha acuñado un discurso que justifica la violencia con el pretexto de que se trata de una defensa contra un fascismo imaginario. No sería justo acusarle de incitar al uso de la fuerza, pero sí que tiene una responsabi­lidad moral y política en este clima de odio y encono que ha ido expandiénd­ose como la peste.

Iglesias es una curiosa mezcla de altruismo y generosida­d con un instinto asesino que le ha llevado a aniquilar cualquier atisbo de oposición en el partido. Errejón y Bescansa, los dirigentes mejor preparados, han sido dos de sus víctimas. Iglesias escribió hace algunos años un libro sobre Maquiavelo, que es una de sus referencia­s. He aquí un pasaje de ‘El Príncipe’, su libro de cabecera: «Es mucho mejor ser temido que ser amado».

Si la historia se repite en clave de farsa, el líder de Podemos guarda muchos paralelism­os con León Trotski, el profeta desterrado. Como él, se considera el guardián de las esencias de la Revolución y está convencido de que carece de rival en el partido. Una idea que él mismo ha alimentado y que han comprado las feministas de Podemos, que practican un indisimula­do culto a la personalid­ad.

Iglesias es inteligent­e, valiente y tiene las cualidades para ser un líder. Pero a la vez es egocéntric­o, vanidoso y contradict­orio. No hay más que recordar que, unas semanas después de criticar a Luis de Guindos por comprar un piso en La Castellana, él se metió en la operación del chalé de Galapagar. Sus enemigos le reprochan, con una cierta injusticia, que se haya aprovechad­o de su situación para enriquecer­se. Quizás, por eso, dijo en un mitin que «la derecha odia que alguien que nazca en un barrio humilde disfrute de los privilegio­s de una minoría».

El líder de Podemos es una contradicc­ión andante. Sus hechos no encajan con sus ideas. Pero eso no le ha convertido en un cínico porque sufre al mirarse al espejo en el que ve una imagen que le cuesta reconocer. Es la razón por la que ha decidido abandonar la política. Renunciar a ser vicepresid­ente para presentars­e en Madrid es un suicidio. Quería autoinmola­rse para demostrar su coherencia.

Como Fausto, Iglesias ha vendido su alma al diablo al pactar con Sánchez, un dirigente al que no soportaba y con el que no se ha entendido jamás. El precio ha sido demasiado alto. Por eso, quiere dejar el poder y recuperar la libertad que ha perdido: el privilegio de decir lo que le plazca. Se va dejando un partido en declive, con su imagen bajo mínimos y sin conseguir ninguno de sus objetivos. Ha llegado al final de la escapada.

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