Un enemigo íntimo de la nación española
▶ La historiografía patria busca un relato neutro del corso dos siglos después de su muerte
Ningún título o apodo le quedó lo suficientemente grande en vida a Napoleón Bonaparte. Sus soldados lo llamaron ‘el pequeño cabo’; sus enemigos, el ‘tirano Bonaparte’, ‘el ogro de Ajaccio’, ‘el usurpador universal’ y hasta el anticristo; mientras que sus admiradores le ensalzaron como ‘el alma del mundo a caballo’ o el ‘hombre del siglo’. El corso, desde luego, no dejó indiferente a nadie. Ni siquiera en China. Una biografía suya fue escrita en el país asiático solo una década después de su muerte para saciar el gran interés que levantaba allí.
Cuando se cumplen dos siglos desde que Bonaparte exhaló su último aliento en la isla de Santa Elena, la figura del militar ya no despierta en Europa las pasiones de antaño. Ni fue un dios ni fue un monstruo, aunque sin duda cambió la historia. Napoleón fue responsable de un conflicto que causó millones de muertos, esparció parte de las ideas revolucionarias por el continente y dejó al Antiguo Régimen colgando de un hilo, si bien el cuerpo aún caminó solo por inercia varias décadas más.
España contra Bonaparte
Las naciones afectadas por las pisadas del ‘Gran Corso’ han ido exorcizando sus filias y sus fobias, a excepción de aquellas donde el trauma fue demasiado inolvidable. «Napoleón llevó a Europa pateando y gritando hacia la era moderna. Los principios asociados a la Revolución arraigaron en la mentalidad reformista y liberal, los cimientos tradicionales de las monarquías se vieron sacudidos y una burocracia moderna, centralizada y eficiente fue heredada o imitada por muchos estados. En cuanto a España, me temo que probablemente no hubo mucho de lo que pre
José I creó un régimen autoritario, pero reconoció ciertas libertades, lo que sería replicado en las Cortes de Cádiz. Un texto no se entiende sin el otro.
Para ganarse a los reformistas, el régimen napoleónico abolió las aduanas internas, suprimió la tortura, la Inquisición y abrió la puerta a otros credos.
Los distintos bandos derribaron castillos, iglesias y robaron obras de arte como trofeo. En muchos casos nunca volvieron. Incluso la Alhambra casi salta por los aires. sumir después de años de sangrienta lucha», asegura el historiador Philip Dwyer, uno de los mayores expertos mundiales en el emperador destronado. En otra época, Carlos IV hubiera sido un monarca dichoso, con un reinado estable, un vigoroso mecenazgo cultural y un final plácido. No así en tiempos de la Revolución francesa y de su fruto más inesperado, Napoleón Bonaparte, un genio entre el viejo y el nuevo mundo que cabalgó por el continente descorchando estados, tumbando dinastías, humillando a reyes que se creían
La presencia de soldados y viajeros extranjeros en el país contribuyó a redescubrir España como un destino exótico y una rica cultura.
La guerra contra Napoleón unió a los españoles, ya sea de Barcelona o de Cádiz, en la empresa nacional de expulsar a los invasores. Fue un mito central.
La contienda contra el francés también fue una guerra entre españoles, patriotas y afrancesados, que dio inicio a una serie interminable de conflictos. colocados por Dios y reestructurando las fronteras como si fueran de barro. La infalible maquinaria militar prusiana saltó por los aires a su paso, la milenaria dignidad Habsburgo tuvo que plegarse tras la batalla de Austerlitz y la inestable Monarquía católica también hincó rodilla. El tsunami Bonaparte sorprendió a los Borbones españoles atrapados en una serie de luchas intestinas entre el advenedizo Godoy y Fernando VII, sin comprender la envergadura de la amenaza hasta el último momento. El gigantesco Imperio español era un pastel demasiado jugoso como para que Napoleón pasara de largo, aunque para ello tuviera que traicionarse a sí mismo.
En el pasado, el corso había defendido que enviar tropas a España era una pérdida de tiempo, un rompecabezas imposible, pero hacia 1808, siendo emperador de los franceses, Rey de Italia y, con Rusia, Prusia y Austria fuera de juego, ya no estaba tan convencido de que la Península estuviera fuera de su poderoso alcance. «Se olvidó de sus palabras y consideró que podía