Tierras que generaron riqueza social, económica y medioambiental sin coste para el Estado se convierten en una carga
Sin una de sus escasas fuentes de subsistencia, los habitantes de casi una decena de pueblos están abocados al éxodo
en la nuca de una pistola neumática. Todo mucho más penoso y brutal que la moderada y selectiva montería, donde un limitado excedente de animales muere en libertad y de forma rápida, después de haber recibido durante su vida los mayores cuidados.
Es previsible que el parque se enfrente ahora a un camino de retroceso y deterioro, al igual que ocurre en el de Doñana. Sin capacidad de administrar sus tierras, la mejora de fauna y flora que llevaban a cabo los propietarios privados llega a su fin, con el consiguiente coste añadido en empleos para los sufridos habitantes de la zona. La escasa calidad de los suelos de Cabañeros y la falta de selección retornará a la población de cérvidos al estado de degeneración y pobreza genética en que se encontraba cuando sus propietarios empezaron la gestión. La biodiversidad se descompensará y la flora, hasta ahora cuidada con esmero en la parte privada del parque, sufrirá las consecuencias. Resulta notorio que haya sido imposible a la Administración pública sustituir la excelencia de la gestión privada tanto en Doñana como en Cabañeros. Se necesitarían para ello buenos conocimientos empíricos además de técnicos, mucho esfuerzo económico, continuidad y, sobre todo, amor verdadero a la naturaleza. Son otros tiempos pero, en cierto modo, algo parecido a la desastrosa tiranía feudal toledana vuelve a aquellas sierras para malbaratar la riqueza generada por los propietarios privados. La feraz naturaleza de la zona parece condenada a perder su estado y sus propietarios empobrecidos y desolados por el forzoso final de su beneficiosa labor.
Ruina y pobreza
No solo las fincas particulares afectadas, que ocupan casi la mitad de la superficie del parque, perdieron su valor y su razón de ser con la definitiva prohibición de la caza deportiva; más grave aún resulta la ruina y la pobreza a las que, como en los siglos de vasallaje toledano, ha condenado a los ocho municipios de la zona. Sin una de sus escasas fuentes de subsistencia están abocados al éxodo de sus habitantes. Los ingresos que habría de aportar el turismo no han pasado de ser una vana promesa política. Este perjuicio a la población local tacha al parque de flagrante injusticia social.
El sistema español de parques nacionales, que impide la eficaz gestión de los propietarios de terrenos incluidos en ellos y provoca la pobreza y la despoblación, está desfasado y no se sigue ya en ningún país del mundo. La declaración de buenas intenciones sobre habitantes y propietarios en los preámbulos de las leyes de declaración de parques queda desvirtuada por sus articulados. Las buenas palabras de los políticos sobre los beneficios que generará en la población tienen el escaso valor de una promesa electoral. Las tierras afectadas, que generaron riqueza social, económica y medioambiental sin coste para el Estado, se convierten así en una carga que este asume por voracidad más que por razones de conservación. De no cambiar su criterio, adecuándolo a las razonables corrientes internacionales, la gestión pública en los parques que fueron cotos de caza perjudicará sin remedio a todo y a todos, incluida la naturaleza que dicen proteger. La poca esperanza que les queda es que se produzca esa rectificación, tan necesaria como honrosa habrá de ser para quien la promueva.
Mis amigos me riñen con frecuencia por no tener WhatsApp. Sí, efectivamente, soy yo el que no gasta esta aplicación y, salvo el correo electrónico, ninguna otra. Ya tengo bastante con el ordenador. No lo digo con orgullo, creo que es simplemente un mecanismo de defensa.
Relacionarme a través de una pantalla no me seduce y no me importa ser ajeno a esa apoteosis de la comunicación y de lo visual. La imagen, hoy, lo percibido por la vista, se ha convertido casi en nuestro único, y engañoso, vínculo con la realidad.
No es un equívoco nuevo ese de confundir lo que se ve con lo que es, ya Plotino en el siglo III dijo que somos lo que miramos y, siete siglos antes, Demócrito, considerado el padre de la ciencia, consciente ya de la distorsión de toda óptica y de esta falacia, supuestamente, se quitó los ojos para que no le estorbaran en la contemplación del mundo externo.
Aunque no recomiendo practicar en casa los drásticos métodos del filósofo griego, lo cierto es que el ocularcentrismo ha alcanzado cotas prodigiosas, no siempre gratificantes, que nos han convertido en meros espectadores o pasivos receptores del mundo en el que vivimos. Como escribió Martin Heidegger, el mundo es hoy una imagen de sí mismo; y la vida, en palabras de John Berger, un juego en el que todos miran y nadie juega.
Ver o no ver, esa es hoy la cuestión, y en consecuencia, ojos que no ven, corazón que no siente.
Por eso es valiosa la posibilidad que actividades como la caza nos brindan de participar en la experiencia de la vida –por lo tanto, de la muerte– con todos los sentidos y desde dentro, implicándonos de forma auténtica y consecuente con nuestra naturaleza. La vista incluso sus virtudes trasladadas a la inteligencia, como la lucidez, son solo parte de la trama y es necesario para que sea completa sentir el frío, sudar, escuchar y oír el monte y sus criaturas en vivo y en directo y, llegado el caso, mancharse con su sangre caliente. Al final, todo lo aportado por los sentidos y las emociones lo destila, más que nuestra mente, el animal que somos.
Como el arte, solo desde lo emocional puede entenderse plenamente la caza; y vano trabajo es intentar justificarla razonando con quien, como mucho, tan solo la conoce de vista y también la rechaza desde las entrañas.
Evitar en lo posible ese «veo, luego existo» y reivindicar que para sentirme vivo y feliz necesito salir al monte y, como Juan Palomo, cocinar y comer lo que cazo, reconozco que es mi pecado.