ABC (Castilla y León)

«No me puedo mover, ni comer solo o tener la cabeza erguida... ¡Pero soy feliz!»

▶ A sus 25 años, Xavi Argemí ha aprendido a morir para poder vivir con Duchenne, una grave enfermedad que no le ha quitado las ganas de existir

- LAURA PERAITA MADRID

Tiene 25 años. No puede caminar. Tampoco comer solo, mover los brazos, tener erguida la cabeza... «Pero puedo afirmar que tengo una vida feliz». Así de rotundo se confiesa Xavi Argemí, un joven que, postrado en su casa de un pueblo cercano a Tarrasa (Barcelona), vive día a día con Duchenne, una enfermedad degenerati­va incurable que limita toda su capacidad muscular, y por la que le pronostica­ron pocos años de vida que ha superado con creces. Pero ese inseparabl­e compañero de viaje no le ha impedido perder la ilusión, sacarse la carrera de Multimedia, querer trabajar y hasta escribir un libro que acaba de ver la luz: ‘Aprender a morir para poder vivir’.

Su historia comienza en 1995, siendo el pequeño de una familia de nueve hermanos. Con tanta prole, sus padres se percataron de que Xavi no hablaba ni se movía como los mayores a la edad de tres años. Comenzó un periplo de citas médicas. Llegaron a pensar que era autista, incluso que tenía un retraso mental. Pero no.

El diagnóstic­o llegó un 11 de marzo de 1999 cuando no había cumplido los cuatro años. Ese día hubo lloros en aquel hogar. «No esperábamo­s que fuera algo tan grave —recuerda Emilia, su madre—. En aquel momento, mi mente avanzó más rápido que la enfermedad y solo pensaba en sillas de ruedas, grúas para moverle, finales fatales... Me dije: «¡Basta!». Decidí vivir el presente y aprovechar cada minuto de vida de mi hijo».

Cuando Xavi comenzó Primaria se percató de que no podía subir escaleras y le pusieron un ayudante que le acompañara para ir en el ascensor. Tampoco era capaz de jugar al fútbol. Enseguida llegó la silla de ruedas. «En mi casa me arrastraba por el suelo y en la de mis abuelos bajaba las escaleras sentado dando botes. Hubo muchos coscorrone­s. Cada día era una aventura, mi cuerpo me sorprendía con alguna nueva limitación».

Confiesa que ha tenido que aceptar la enfermedad a diario. «He tenido que ser consciente de que quizá en las próximas horas ya no podría jugar al fútbol, hacer un viaje o montar en bici. Sé que es preciso aceptar todas las limitacion­es día a día: las que ya tengo y las que quizá me asalten hoy. Lo acepto. No me queda otra».

«Mi reto diario»

Pensar de esta manera le hace sentirse más libre. «De nada me sirve angustiarm­e por no poder moverme, no poder comer solo, no poder... Si no lo hago, entonces tendría dos problemas: el de las limitacion­es por la enfermedad y el de pensar todo lo que no puedo hacer. Al aceptar mi realidad me quedo más tranquilo. Las cosas que no puedo hacer pasan a ser circunstan­cias, y las cosas por las que aún puedo luchar sí son problemas. Los problemas se afrontan, las circunstan­cias hay que saber llevarlas. Este es mi reto diario. La enfermedad no me gusta, pero la tengo por alguna razón y, cuando lo asumo, empiezo a ver la vida de manera más positiva».

Aún así, la inmensa fortaleza de este joven ha llegado a tambalears­e. Ha sufrido varias ‘crisis’, un trance que le produce gran ahogo, lo que le ha llevado en más de una ocasión a pensar que perdía la vida. «Un día —explica su madre— le pasó con sus amigos. Todos pensaban que se moría en aquel instante. Por fortuna sobrevivió y aquel suceso les ha creado un vínculo muy especial. Hoy siguen siendo como de la familia».

Emilia confiesa que ser testigo de sus crisis, «ahogándose, muriéndose, te va preparando para cuando llegue el momento de su ida». Su hijo añade que, por ello, ha tenido que «aprender a morir para poder vivir». Precisamen

Ser realista «Toda mi vida he sido consciente de que en las próximas horas habría algo que ya no podría hacer»

Emilia, su madre «En cada una de sus crisis, verle ahogándose, muriéndose, te prepara para el día de su ida»

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