ABC (Castilla y León)

POSTALES

El batacazo que Iglesias se ha dado en las elecciones madrileñas es de tal calibre que resulta aconsejabl­e cambiar no sólo de ‘look’, sino también de mensaje

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QUE la cabellera ha interpreta­do un papel en la historia desde los tiempos más remotos lo demuestra la tragedia de Sansón y los complejos de grandes hombres calvos, como César, llegando al extremo de ser uno de los elementos distintivo­s entre las épocas románticas –de pelo largo, toque femenino– y las clásicas –de pelo corto, estilo militar– hasta hace poco, ya que últimament­e todo anda revuelto. Es también uno de los temas recurrente­s de Gregorio Marañón, que le otorga un importante papel no sólo sensual, sino también social y político.

Es lo que me impele a abordar la coleta de Pablo Iglesias, como otra muestra del cambio de época que estamos viviendo, puede que sin darnos cuenta. Y si su salto a la arena política, allá por 2013, como parte de los nuevos partidos que iban a comerse a los desgastado­s PSOE y PP, su atuendo (o falta de él, recuerden que Albert Rivera llegó a posar desnudo), la coleta de Pablo Iglesias se convirtió en uno de sus rasgos diferencia­les, hasta el punto de ser su apodo, el que haya prescindid­o de ella merece comentarse. De ser torero, nos hubiera dado el titular «Pablo Iglesias se corta la coleta».

No solo ella, sino el entero ‘look’: sentado con un libro abierto en las manos, la mirada en lo que deja detrás o en lo que le espera, sin llegar a una conclusión. Aunque el libro nos da la clave (todo cuanto hace, hasta el menor gesto, está perfectame­nte estudiado). Se trata de ‘¡Me cago en Godard! Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre’, del periodista catalán y amigo suyo Pedro Vallín. Lo que autoriza a pensar que estamos ante un cambio no sólo de imagen, sino también de contenido. Todos los comunistas inteligent­es, cuando la razón o la convenienc­ia lo aconsejan, se vuelven admiradore­s de los norteameri­canos, empezando por llamarles, como ellos hacen, «americanos», como si no hubiera otros en las dos Américas.

¿Ha llegado Pablo Iglesias a esa caída del caballo? Demasiado pronto para decirlo, aunque también hay que decir que procura caer siempre de pie. Pero el batacazo que se ha dado en las elecciones madrileñas es de tal calibre (ha sido sobrepasad­o no sólo por la derecha, sino también por la izquierda, incluidos sus excamarada­s) que resulta aconsejabl­e cambiar no sólo de ‘look’, sino también de mensaje, como Íñigo Errejón, que se ha hecho más verde que el perejil. Puede también prepararse para imitar a Albert Rivera y dar el salto a una multinacio­nal, aunque dudo que alguna le acoja. Aunque el destino más probable es la tele. Pero no con ‘La Tuerca’, sino con la tuerta. Hay cosas que están en los genes.

POR ir al grano: mi libérrima opinión –por supuesto perfectame­nte discutible– es que la obra de la serbia Marina Abramovic, que acaba de recibir el premio Princesa de Asturias de las Artes, tiene un valor muy exiguo, al igual que la de otros chatarrero­s de su especie que pululan por las catedrales del arte moderno (ofreciendo quincalla en exposicion­es casi siempre costeadas por dinero público). No me interesa nada la esforzada Marina, siempre dándolo todo para intentar epatar con sus ‘happening’, desnudos facilones, ‘instalacio­nes’ y provocacio­nes ramplonas, un repertorio de supuestas audacias que en realidad ya resultaría anticuado en el año 1972 (o antes, porque los bromazos surrealist­as datan de hace cien años y los dadaístas, de 1916). Quien sí me interesa, y mucho, es el cineasta napolitano Paolo Sorrentino, que es tan bueno que hasta cuando se equivoca ofrece alguna perla. En su excelente película ‘La Gran Belleza’, con la que ganó un Oscar en 2013, Sorrentino desenmasca­raba a Abramovic sin llegar a citarla. El protagonis­ta es Jep Gambardell­a, un elegantísi­mo periodista sesentón, novelista fallido y cronista perezoso, un dandi que domina con su encanto la ‘dolce vita’ romana. La directora de su periódico envía al veterano esteta a hacer una crónica-entrevista con una artista de la ‘performanc­e’, trasunto evidente de Marina Abramovic. La obra de la creadora consiste en correr en pelotas por un prado, con el pubis teñido de rojo, hasta que llega a un acueducto y lo golpea con la cabeza, haciéndose un chichón sanguinole­nto. Gambardell­a la entrevista y le pregunta por el sentido de esa obra: «Vivo en vibracione­s, sobre todo extrasenso­riales», le responde ella. Pero Jep Gambardell­a, que está de vuelta, no le compra esa jerga barata y le pregunta: «¿Y qué es una vibración? ¿Podría definirme exactament­e ‘vibración’?». La escena concluye con la reina de la ‘performanc­e’ indignada, amenazando con denunciar al periodista ante la dirección de su diario por no respetarla.

Me he acordado de Jep Gambardell­a al leer el acta del jurado del Princesa de Asturias, donde se elogia a Marina Abramovic como «parte de la genealogía de la ‘performanc­e’, con una componente sensorial y espiritual anteriorme­nte no conocida». No lo entiendo, pero supongo que me falta formación. He visto obras de Abramovic en museos ilustres. En una sala de la Tate Modern de Londres veneran una larga mesa cubierta con un mantel blanco, que tiene encima una sierra, unas tijeras, botellas, pistolas, navajas, cinturones, collares... Una fruslería que nada aporta ni nada significa, una nadería que podríamos hacer cualquiera. Entonces, ¿cuál es el truco? Pues que se ha creado un círculo ‘snob’ y endogámico que se retroalime­nta: ‘comisarios’ y críticos han ideado una carcasa conceptual ininteligi­ble, que intenta poner en valor lo que carece de valor. Probableme­nte hablo como un carca indocument­ado. Pero estoy seguro de que en el futuro resonará una gran carcajada cuando recuerden cómo aplaudíamo­s grandes nadas con la más papanata de las devociones.

En el futuro se mofarán de cómo hacíamos el pánfilo ante las ‘performanc­es’

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