ABC (Castilla y León)

Anatomía de un robo Las sombras del ‘Galileo’ desapareci­do de la BNE

Los fallos de seguridad antes de 2007, fecha del robo de los mapas de Ptolomeo, eran palpables, pero desde entonces la Biblioteca Nacional cambió todos sus protocolos. Por eso no cuadra lo que sabemos del cambiazo del ‘Sidereus Nuncius’. ¿Hubo cómplices?

- BRUNO PARDO PORTO/JESÚS GARCÍA CALERO MADRID

En 1610 Galileo Galilei pasó muchas noches pegado al telescopio, un artilugio de su propia invención con el que era capaz de ver estrellas que antes eran invisibles. Estaba fascinado con el asunto, igual que cuando Colón llegó a América: de repente, el mundo que se abría ante sus ojos era mucho más grande de lo que nunca antes había podido imaginar. Con el telescopio apuntó a la Luna y constató que no era lisa y perfecta, como se creía en la época, sino que era áspera y desigual. También descubrió que los cuerpos celestes que rodeaban a Júpiter eran satélites, y no estrellas. Todo esto, entre otras cosas, lo anotó en un diario de observació­n repleto de sabiduría y entusiasmo, que acabó publicando bajo el título ‘Sidereus Nuncius’ (‘El mensajero sideral’), y que se convirtió en el primer estudio científico de la historia basado en observacio­nes hechas con un telescopio.

Con aquel texto pionero se imprimiero­n quinientos cincuenta ejemplares, nada menos, de los que hoy apenas se conservan un centenar. Uno de ellos, el único que estaba en España, lo custodiaba la Biblioteca Nacional (BNE), pero en 2014 un grupo de restaurado­ras, que estaban realizando trabajos de preservaci­ón, detectaron que alguien lo había robado y había depositado en su lugar una falsificac­ión, según reveló ‘El País’ a mediados de marzo. Lo grave del asunto, lo noticioso, es que la institució­n no denunció lo sucedido a la Policía hasta cuatro años después, en 2018. Es un lapso de tiempo incomprens­ible y que ha propiciado múltiples versiones contradict­orias, llenas de lagunas o de océanos. Este es el relato que trata de explicar cómo alguien pudo coger una joya bibliográf­ica de una de las coleccione­s más importante­s de Europa, cambiarla por un facsímil y marcharse por la puerta sin que nadie le registrase. También es la recopilaci­ón de todos los cabos sueltos que faltan por atar.

Fallos en la seguridad

La primera fecha importante es 2004. Es entonces cuando, según el actual director técnico de la BNE, José Luis Bueren Gómez-Acebo, se introdujo la copia del ‘Galileo’ en la biblioteca. Por aquel entonces, la seguridad dejaba mucho que desear, y Rosa Regàs, a la sazón directora, defendía una política de puertas abiertas. Ahí van unos ejemplos de estas maneras: en 2004 no se hacían controles de acceso y salida del edificio, como ocurre ahora; además, solo había un punto de control (hoy hay tres), y el número de cámaras de vigilancia era de 130, menos de la mitad que actualment­e. Todo eso se cuenta en un informe que la BNE publicó hace unas semanas en su portal de transparen­cia. Pero hay más, mucho más.

Fuentes de la cúpula directiva de la BNE en los años del robo explican a ABC que las prácticas arraigadas entre los trabajador­es de la sala de lectura llegaron a ser desastrosa­s en términos de seguridad. «Todo eran problemas. Había unas costumbres de mucha familiarid­ad en la rebotica (la estancia que conecta la Sala Cervantes, que es de consulta, con el lugar donde se guardan los manuscrito­s). Había gente que se metía en la zona de los biblioteca­rios, porque llevaban mucho tiempo consultand­o libros y ‘eran de fiar’. Los biblioteca­rios y los auxiliares hacían, demasiadas veces, dejadez de funciones. Un auxiliar no puede abandonar la sala dejando a los lectores solos», afirman.

En la rebotica, los libros se dejaban un tiempo a la vista de todos. Con el tiempo compraron armarios blindados para guardarlos, pero las llaves se las olvidaban encima de la mesa. El relato de estas fuentes, con gran conocimien­to de lo que ocurrió en aquella época, es difícil de creer. No había registro de todas las manos por las que pasaba un libro, ni en la consulta ni al ir a restauraci­ón o digitaliza­ción. Una de las peores prácticas era que los biblioteca­rios dejaban a los usuarios escoger pupitre, lo cual permitía en ocasiones una completa soledad, ver si se aproximaba alguien o disfrutar de puntos ciegos que por entonces había para las cámaras en la Sala Cervantes. Los auxiliares tomaban decisiones de biblioteca­rios («eso es una barbaridad»), y nadie comprobaba el estado de los libros cuando los lectores los devolvían («no eran partidario­s de eso, creían que eran medidas excesivame­nte exhaustiva­s»). Por si fuera poco, los detectores de metales no eran suficiente­mente precisos. De hecho, un día encontraro­n unas hojas de bisturí en un casillero. Era evidente que alguien estaba intentando llevarse algo.

Hay un suceso que ilustra muy bien los riesgos que se corrían. En 2007 César Ovilio

Gómez Rivero se llevó de la BNE varios documentos, entre ellos dos mapas de Ptolomeo, que finalmente se recuperaro­n. Este hombre, que durante años accedió a la Sala Cervantes con un carné de investigad­or falso, había sido cazado un par de meses antes de conocerse el robo de los mapas de Ptolomeo, saliendo de la BNE con una hoja de un libro antiguo encima. Al no encontrar el ejemplar al que pertenecía esa página, que él decía que era suya, que la había traído de casa, dejaron que se marchara. Lo marcaron, claro, pero César Ovilio no volvió por allí. Por cierto: en 2004 consultó el ‘Sidereus Nuncius’.

La conclusión es esta: «Durante el mandato de Rosa Regàs, en términos de criminolog­ía, allí se abría una oportunida­d para cometer un delito. Recuerdo un carro repleto de libros antiguos abandonado en mitad de un pasillo. Yo me subía por las paredes. Luego todo cambió. Se impusieron nuevas reglas».

Los principale­s sospechoso­s

En un informe de 2018 de la BNE, se señala como autor de la falsificac­ión del ‘Galileo’ a Marino Massimo de Caro, un italiano con mucha experienci­a en el arte de la copia y la sustracció­n ilegal de libros (fue condenado por robar y vender miles de libros de la Biblioteca Girolamini, en Nápoles, de la que era director). Al otro lado del teléfono, él rechaza la acusación: «Es una suposición, y los que la hacen tendrían que tener pruebas». Además, confirma que, pese a esas teorías, la Policía española no se ha puesto en contacto con él.

El principal instigador de esta acusación es Nick Wilding, el investigad­or que en 2018 alertó a Ana Santos, actual directora de la BNE, de que el ‘Sidereus Nuncius’ de Galileo que tenía la BNE no era auténtico. Él se ha volcado en el caso, y asegura a este periódico que las dimensione­s del ejemplar de la BNE solo coinciden con otros dos, del centenar que se conocen en todo el mundo: uno está a salvo en una biblioteca pública norteameri­cana, y el otro salió al mercado de la nada en 2005, al poco de producirse el robo de la BNE. «Fue vendido por el ladrón y falsificad­or Marino Massimo de Caro, quien también hizo negocios con César Ovilio Gómez Rivero en ese momento, a un famoso comerciant­e de libros francés, Patrick Sourget, quien lo anunció, con fotos, en un catálogo en 2005. Las fotos muestran que se había eliminado

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