CAMBIO DE GUARDIA
Volverse forajido para curar a un forajido es inadmisible en un Estado de derecho
EN sucinto relato de poco más de un folio, cuenta Borges la historia de dos reyes: uno todopoderoso, subordinado el otro. Narra la humillación por el primero del segundo, al que abandona en un palacio laberíntico del cual no halla salida. Narra, sobre todo, la venganza del segundo, que abandona a su agraviador en un laberinto aún más perfecto porque no es fruto de artificio arquitectónico: tal laberinto es esa metáfora de la nada llamada desierto, «donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso». Es la venganza del débil. Irremisible.
En 1975, un sujeto moralmente odioso supo jugar sus bazas. Franco se moría. Y, para el viejo siervo colonial Hassan II, había llegado el momento de envidar fuerte. ¿Con qué podía una tiranía náufraga del subdesarrollo vencer a un país europeo? Con el peso de la teocracia. Esto es, con la fidelidad perruna de quienes están dispuestos a dar la vida por el heredero del Profeta. El ejército español hubiera podido, pese a sus endebleces, enfrentarse al de Marruecos entonces. Pero, ¿cómo hacer frente a una marabunta de 300.000 desharrapados que avanzan sin armas? Franco se moría. Era lo esencial. Nadie quiso cargar con las furias de las internacionales almas bondadosas. Fue un éxito del Sultán en toda línea. Y la frontera entre España y Marruecos quedó al arbitrio y capricho del alauí.
Los saharauis se lanzaron a la guerrilla. No seamos angelistas: no hay guerrilla que mantenga su inocencia mucho tiempo. Combatir contra un monstruo te convierte en monstruo. El abrazo de los contendientes es también simbiosis. Y, al final, ambos acaban por ser indistinguibles. No podía acaecer de otra manera en el Sahara: hoy, los nobles guerreros polisarios sólo existen en las fantasías autoculpabilizadoras de la izquierda europea. A cuarenta años de cuerpo a cuerpo feroz, en el gozne de dos tiranías, Argelia y Marruecos, sólo se sobrevive ganando en crueldad al adversario. Las acusaciones que recaen hoy sobre Brahim Ghali, jefe supremo del Polisario, son casi pleonásticas.
¿Quién cometió la necedad de traerlo oculto a España, bajo la protección de un gobierno obligado a ajustarse al mandato de las leyes? Si Sánchez juzgaba justa su acogida humanitaria, estaba obligado a proclamarla en público y asumir la responsabilidad de lo hecho. Introducirlo clandestinamente, dotarlo de documentación falsa y hacerlo atender bajo nombre fingido son ilegalidades que debilitan al Gobierno de España. Volverse forajido para curar a un forajido es inadmisible en un Estado de derecho. Y los jueces no pueden más que constatarlo.
Un laberinto, «donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso», escribe Borges. Donde no hay nada. Tampoco huida.
HA sido la metáfora redonda de la desconexión del Gobierno con la realidad. Mientras se iba cocinando un grave conflicto diplomático con el atrabiliario Rey de Marruecos, el sanchismo estaba centrado en organizar el sarao propagandístico de hoy sobre cómo va a arreglar Mi Persona la España de 2050. Pinchan cada vez que toca pasar de los clichés del ‘progresismo’ a los retos de la ‘real politik’. Contemplan el mundo con orejeras doctrinarias y una soberbia adanista, que los lleva a despreciar el magisterio de los gobernantes previos. Además, el equipo es muy flojito:
El presidente es un licenciado en Económicas, que era profesor en una universidad de medio pelo (donde fue obsequiado con un doctorado). Tertuliano en bolos menores y concejal en Madrid, llegó a diputado por una baja y trepó en el PSOE –hoy un erial intelectual– hasta conquistar su cúpula. Sabe de baloncesto y ciertamente posee un tesón a prueba de bombas. Como gobernante: propaganda, tergiversación e inhibición.
La desenvuelta vicepresidenta Yolanda es una abogada laboralista de Ferrol, comunista –¡en 2021!–, que se presentó dos veces como candidata a la Xunta y logró un doble hito: cero diputados. La vicepresidenta Calvo es una vieja gloria del PSOE, que ya había demostrado su grisura como ministra de Cultura con Zapatero. Eso sí: está perpetuamente cabreada con los luciferinos derechistas, vive instalada en el revisionismo de la Guerra Civil y prácticamente se atribuye la invención del feminismo. Laya, que debería estar ya en casa tras su mayúscula torpeza, es una abogada que hizo una buena carrera como burócrata en la OMC y la ONU. Pero Sánchez la ha elevado a su umbral de incompetencia. Beneficiaria de la política de cuotas, le falta peso específico para liderar la diplomacia española. Tito Garzón estudió Económicas y a los 26 años ya era diputado. También de moderna ideología comunista, cree que Cuba y Venezuela son lo más y okupa sin resultado conocido el Ministerio de Consumo. El cosmonauta Duque y el catedrático Castells poseen brillantes currículos, pero compiten por ver quién flota más alto en el espacio sideral. Ione Belarra prueba que cualquiera puede ser ministro. Irene Montero, cuyo currículo se resume en un año de cajera, fue promocionada digitalmente por su pareja y hace gala de ideas tan extravagantes que hasta sus socios socialistas las rechazan. Iceta es un ‘apparatchik’ sin estudios, multifracasado en las elecciones catalanas y que tampoco ha trabajado fuera de la política. Ábalos es un maestro de primaria en excedencia, que tras carguillos menores en el socialismo valenciano, en 2017 tropezó con Sánchez, lo apoyó cuando le iba mal y fue premiado con la secretaría de organización del PSOE. La ministra Portavoz y de Hacienda presenta las originalidades de que no se le entiende bien cuando habla y de ser médico (carece del conocimiento técnico que demanda su crucial cartera).
Y no sigo, porque acabaré suspirando y mirando al cielo... como ayer Calviño cuando escuchaba en el Congreso las justicieras bomberadas de Yolanda.
Pinchan al pasar de los clichés del ‘progresismo’ a los retos de la ‘real politik’