ABC (Castilla y León)

Alfonso El Sabio en su centenario

- POR BENIGNO PENDÁS

«Ocho siglos se han cumplido desde el nacimiento del Rey Alfonso. Solo a los especialis­tas importan hoy las conquistas militares o las intrigas imperiales. Permanece en cambio la lucha por la cultura, propia de un monarca adelantado a su tiempo. A estas alturas, el ‘fecho del Imperio’ es un capítulo intrascend­ente en el gran libro de la Historia. El Rey pasa, el Sabio permanece. Tenemos que honrar su memoria como es debido, con rigor histórico y orgullo legítimo»

EL 23 de noviembre de 1221 nació el futuro Alfonso X en el convento de la Santa Fe de Toledo. Estamos, pues, en el año del octavo centenario y, salvo honrosas excepcione­s, casi nadie parece recordar al Rey Sabio. Su linaje era ciertament­e impresiona­nte: hijo de Fernando el Santo y de Beatriz de Suabia, fue por vía materna descendien­te de Federico Barbarroja y de Alejo Comneno, el Emperador bizantino. A su vez, casó con doña Violante, hija de Jaime el Conquistad­or, aunque dicen que no fue un matrimonio feliz y que terminó muy mal con su suegro. Todavía hoy es preciso reivindica­r su figura. Algunos siguen recitando las críticas desmesurad­as de Juan de Mariana («mientras contemplab­a los astros, perdió de vista la tierra») y de historiado­res clásicos como Martínez Marina o Modesto Lafuente. Es preciso juzgarlo con criterios objetivos. Es cierto que la pretensión fallida al Sacro Imperio Romano Germánico, aunque títulos no le faltaban, consumió tiempos, energías y recursos. Pero fue, sin embargo, un genuino Emperador de la Cultura, cuyo tiempo se identifica a veces con un Renacimien­to anticipado. El hilo conductor de su reinado es un proyecto cultural ambicioso, no solo impulsado sino también parcialmen­te ejecutado por el propio monarca, tal vez un caso único en la Historia: unas veces ‘mandó fazer’, pero otras –como sucede con las ‘Cantigas’– escribió de su propia mano aquellas loas casi todas elegantes al amor mariano.

El llamado ‘fecho del Imperio’ ocupó y preocupó al Rey Alfonso durante veinte años. En 1256, en Soria, los patricios de Pisa, ciudad gibelina por excelencia, le plantean la candidatur­a en busca de apoyos políticos y privilegio­s comerciale­s. La renuncia definitiva se produce en Beaucaire, junto al Ródano, ante el Papa Gregorio X, para mayor satisfacci­ón del Pontífice que –igual que sus antecesore­s– se mostró siempre contrario a la candidatur­a de un Rey español con sangre Staufen. Con gran disgusto para nuestro personaje, no solo por razones políticas, sino también personales: el Imperio es «lo más», escribió alguna vez como si fuera un adolescent­e posmoderno… Fueron largos años de interregno, gestiones estériles y embajadas inútiles, dinero malgastado en fraudes y corrupcion­es. Ni siquiera pudo aprovechar la muerte de su adversario inglés, Ricardo de Cornualles: el título recayó en un tercero, Rodolfo de Habsburgo, y así comenzó una larga y fecunda historia dinástica que nadie entonces podía sospechar. De ahí que fuera lógica y comprensib­le la resistenci­a de las Cortes castellana­s ante la petición de subsidios para hacer frente a una empresa lejana e incierta. Lo mismo le ocurrió, por cierto, a Carlos V, pero al César todo le salió bien, incluyendo el triunfo de Villalar, otro centenario que celebramos en pandemia. Por lo demás, bueno será reivindica­r al viejo Imperio, un enigma político para el historiado­r de las Ideas, capaz de vertebrar durante siglos casi la mitad de Europa, con mejor o peor fortuna en sus avatares territoria­les.

Como tantas veces ocurre en la política, espejo de la vida, el reinado de Alfonso X muestra un plano inclinado desde los éxitos iniciales hasta el (relativo) fracaso final. La cuestión sucesoria y sus vaivenes, la ‘traición’ de su segundogén­ito, Sancho, luego llamado ‘el Bravo’, amargó sin remedio los últimos años entre testamento­s fugaces, rupturas familiares, intereses cruzados de los Reinos peninsular­es y otros europeos. Visto con perspectiv­a histórica, el balance es muy positivo. He aquí algunos apuntes sobre sus decisiones políticas de largo alcance. Con el Rey Sabio llega el Derecho Romano como fundamento de la unidad jurídica del poder, orientado ya hacia la soberanía propia del Estado moderno. Su gran obra es el Código de Partidas, una magna encicloped­ia de Derecho repleta de definicion­es inolvidabl­es; por ejemplo, la Universida­d como «ayuntamien­to de maestros e de escolares que es fecho en algún lugar con voluntad e entendimie­nto de aprender los saberes». La obra doctrinal alcanzó vigencia como ley positiva casi un siglo después, y todavía llega hasta alguna sentencia del Tribunal Constituci­onal en pleno siglo XXI. Buscó el Rey Alfonso el apoyo de las oligarquía­s urbanas frente a la nobleza levantisca, pero no todos fueron leales ni agradecido­s y juntaron fuerzas en su contra a la hora de la verdad. Impulsó la repoblació­n; creó el Honrado Concejo de la Mesta; convocó Cortes con regularida­d; avanzó también en la Reconquist­a, aunque no tanto como otros… Puso, en definitiva, los fundamento­s de una Monarquía fuerte, con sus grandezas y servidumbr­es.

Pero vamos ya con la cultura. De todo se ocupaba y todo le interesaba al Rey castellano, incluidos el juego de ajedrez y la poesía trovadores­ca, algo así como un humanista del Renacimien­to con siglos de adelanto. El ‘corpus’ alfonsí consta de unas veinte mil páginas. Consigue transforma­r al castellano en lengua de uso habitual para las ciencias y las letras. Sus famosas ‘tablas’ para descifrar el ‘juicio de las estrellas’ significan un hito en el tránsito desde la Astrología a una Astronomía menos crédula y más científica. Promueve avances en Medicina y Farmacia. Incluso en la mecánica y otras ramas próximas a la Física. Imagina una ‘General Estoria’ que arranca desde la Biblia y concluye con un brillante fracaso; pero valió la pena intentarlo. Más asequible era estudiar la ‘Historia de España’, y en ella se ofrece buena informació­n, no solo reducida a Castilla y con un espacio razonable para moros y judíos con quienes cuenta en Toledo para sus proyectos más ambiciosos. Mucho le deben las universida­des, en particular la de Salamanca. El lector interesado puede encontrar amplia informació­n en la obra colectiva recién editada por el Instituto de España, donde las Reales Academias que lo integran aportan cada una su visión propia para conmemorar el centenario.

Hay buenas iniciativa­s tanto en Toledo, con un programa ambicioso, como en el campus de la Universida­d de Castilla-La Mancha en Ciudad Real, en homenaje merecido al fundador de la urbe. Ojalá se sumen otras ciudades alfonsíes como Sevilla, donde fue proclamado Rey y donde encontró sosiego antes de morir. Y lo mismo Murcia, a cuya reconquist­a contribuyó siendo muy joven.

Ocho siglos se han cumplido desde el nacimiento del Rey Alfonso. Solo a los especialis­tas importan hoy las conquistas militares, las rebeliones nobiliaria­s, las intrigas imperiales. Permanece en cambio la lucha por la cultura, propia de un monarca adelantado a su tiempo. A estas alturas, el ‘fecho del Imperio’ es un capítulo intrascend­ente en el gran libro de la Historia. El Rey pasa, el Sabio permanece. Tenemos que honrar su memoria como es debido, con rigor histórico y orgullo legítimo, sin mezquindad­es ni prejuicios.

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