TIEMPO RECOBRADO
El arte no tiene fronteras ni se puede valorar desde las ideologías. Va mucho más allá de la corrección política y golpea nuestra sensibilidad
BELA Bartok estrenó su suite ‘El mandarín milagroso’ en Colonia en 1926. El público pateaba en la sala, abucheaba a la orquesta y lanzaba gritos de indignación. La prensa pidió al día siguiente su suspensión, a lo que accedió Konrad Adenauer, a la sazón alcalde de la ciudad. La pieza fue calificada de salvaje e infernal.
‘El mandarín milagroso’ había sido concebida por Bartok a partir de un relato de Menyhert Lengyel, publicado en 1917 en una revista literaria. Su autor lo calificó de «pantomima grotesca». El compositor húngaro leyó el texto y decidió ponerle música para ballet años después.
Bartok utilizó una escala atonal que hería los oídos del público, que no estaba acostumbrado a esos sonidos tan desconcertantes. Pero lo que provocó el rechazo de los espectadores era la historia de Lengyel. Comienza con la irrupción en escena de unos bailarines que representan a tres ladrones que obligan a una prostituta a seducir a los viandantes que pasan por su guarida para robarles.
La mujer cumple con esas exigencias y entabla relación con un libertino, que no tiene dinero y es expulsado por los malhechores. Luego seduce a un tímido muchacho, que es increpado y golpeado porque tampoco puede pagar a la prostituta. Por último, entra en escena un mandarín, que se excita y salta sobre ella. Los ladrones le roban, le golpean, le apuñalan y acaban por asesinarlo después de consumar el acto sexual. Tras su muerte, el cuerpo del mandarín empieza a brillar con una misteriosa luz azul.
El ballet, que dura solamente media hora, está repleto de alusiones sexuales explícitas, ya que Bartok quería representar el poder de los impulsos y la relación entre el amor y la muerte. El mandarín expira tras experimentar el orgasmo y el escenario queda sumido en la oscuridad. La reacción de los espectadores fue violenta y Bartok tuvo que abandonar el teatro sin ser visto. Años más tarde, huiría de Hungría tras ser acusado de un arte degenerado.
Para la crítica de su tiempo, la obra era una provocación, una inmoralidad que vulneraba las reglas del buen gusto. Hoy también se la hubiera tachado de políticamente incorrecta y las feministas habrían puesto el grito en el cielo.
Vista un siglo después, la suite de Bartok no sólo es una genialidad, con una música perturbadora, sino que además es un retrato implacable de la fuerza de las pulsiones. Una bofetada a la sociedad bienpensante y a un puritanismo que resurge disfrazado de progresía.
El arte no tiene fronteras ni se puede valorar desde las ideologías. Va mucho más allá de la corrección política y golpea nuestra sensibilidad. Y, tanto antes como ahora, provoca reacciones de intolerancia en quienes ven atacadas sus convicciones. Bartok consigue en esta obra demostrar que la línea entre lo grotesco y lo sublime es demasiado tenue.