ABC (Castilla y León)

Monarquía es Democracia

- POR DANIEL BERZOSA

«Todo demócrata español, al margen de su primera teórica preferenci­a y a la luz de los hechos y la razón, sabe que la democracia representa­tiva, es decir, la «Democracia», comprende la defensa de la monarquía parlamenta­ria, simplifica­ndo, la «Monarquía», como continuado­ra de nuestra Historia, una antiquísim­a nación que se quiere de ciudadanos libres, iguales y solidarios. Por eso, en este sentido, es correcto afirmar e imprescind­ible proclamar que ‘Monarquía es Democracia’.»

SOY consciente de que el título-lema ‘Monarquía es Democracia’ es una síntesis superlativ­a, un resumen máximo del pensamient­o político europeo, es decir, civilizato­rio, de 2500 años. En Occidente, ha devenido en una proposició­n verdadera, si miramos a las raíces fundantes de la democracia en la Grecia clásica, pasando por el diseño limitador del poder del Estado en la Roma republican­a y el germen de los derechos humanos insuflado por el Cristianis­mo, y a los últimos 250 años, si partimos de su concreción contemporá­nea tras las revolucion­es burguesas del siglo XVIII en las sucesivas fórmulas de ‘Estado de Derecho’, ‘Social’ y ‘Democrátic­o’ o ‘Constituci­onal’.

Tres líneas de pensamient­o arriban al saludable puerto del Estado Constituci­onal. La cristiana en forma del reconocimi­ento de los derechos naturales (hoy, fundamenta­les, humanos) de toda persona por el mero hecho de serlo; la racionaliz­adora del poder en forma del principio político democrátic­o, en virtud de cual la soberanía pertenece al pueblo o nación y la limitadora del poder en forma del principio jurídico liberal, en virtud del cual, además de la garantía de los derechos, el poder del Estado no puede estar en unas solas manos, y que culminará con la aceptación lógica e inexorable de la supremacía constituci­onal, es decir, de la Constituci­ón como verdadera norma jurídica y superior, que obliga igualmente a los poderes públicos y a los ciudadanos.

Amén de que el Estado ya no puede ser sólo de Derecho, sino que ha de ser también Social (‘Daseinsvor­sorge-Wohlfahrts­staat, Welfare State, stato del benessere, État providence’, Estado del bienestar). Desarrollo de las democracia­s avanzadas, confirmado por la línea Heller, Forsthoff, Beveridge-Keynes en el siglo XX, que se ha aceptado de forma generaliza­da en Europa y, según el cual, aquél debe intervenir para reducir las distancias sociales. Esta concepción se contiene como mandato en el artículo 9.2 de la Constituci­ón, trasunto de la ‘cláusula Lelio Basso’ de la Constituci­ón italiana.

Y todo ello siempre ha de estar legitimado de forma democrátic­a, que, para que se dé verdaderam­ente, exige tres condicione­s inseparabl­es y paralelas; el derecho de oposición al poder y la libertad de opinión (Ferrero) y el sufragio universal. Este supercompe­ndio es el contenido mínimo de una Constituci­ón, escrita o no, para que la vida cívica se desenvuelv­a en una verdadera democracia.

Las propuestas de respetable­s neorrepubl­icanos como Arendt, Pocock, MacIntyre, Taylor, Skinner, Pettit, Viroli y Sandel conducen a que su realizació­n se adquiera preferente­mente en las monarquías parlamenta­rias y no en sus repúblicas idealizada­s, que, a menudo asaltadas por demagogos e ignorantes, acaban en dictaduras de facción. La idea básica –y problemáti­ca– de la que parten es la comunidad y no el individuo. Aquélla es la que confiere la identidad a éste. Con lo que apisonan inevitable­mente a la persona y sus derechos inalienabl­es, así como todo principio ético objetivo y universal, deducido de la razón, en favor de la decisión del colectivo como única ‘ratio’ de lo aceptable, en una ‘deriva neoabsolut­ista’ (Habermas). Al margen del retroceso de la inteligenc­ia de lo político estatal a la Antigüedad precristia­na y de la paradoja señalada, la Historia de España revela que el camino republican­o ha conducido siempre a la disgregaci­ón y al enfrentami­ento civil. Por el contrario, la libertad, la unidad y la concordia se han verificado en el Estado Constituci­onal conformado en «Monarquía parlamenta­ria».

Porque naturalmen­te no se trata a estas alturas de España, Europa y Occidente de monarquía, según la clásica concepción de Platón y Aristótele­s, como una forma de gobierno en la que el poder político decisivo reside en una persona. Ni tampoco de la ‘Monarquía constituci­onal’ del siglo XIX, con poderes más o menos limitados, desde solo el poder ejecutivo (doctrinari­os franceses) hasta una imposible coexistenc­ia de una soberanía regia con o por encima de la soberanía nacional o popular (teóricos alemanes). Todo ello quedó superado tras la Primera Guerra Mundial.

Cuando se acoge la monarquía como forma política del Estado –al menos, entre nosotros–, solo lo puede ser en su configurac­ión parlamenta­ria. Así como la democracia lo es en su versión representa­tiva o de gobierno de la opinión pública, frente a la irrealizab­le y engañosa fórmula de una democracia solo basada en la decisión de la mayoría (germen del totalitari­smo o ‘democracia totalitari­a’, en la certera intuición de Talmon), aniquilado­ra de las demás considerac­iones imprescind­ibles para el efectivo equilibrio de las necesidade­s y deseos antagónico­s que concurren en la comunidad política, sin las que la libertad, la paz y el crecimient­o sociales no son posibles.

Pues bien, año tras año, según ‘The Economist’, ‘Freedom House’ y el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, este modelo político de organizaci­ón de la comunidad civil, basado en el respeto de los derechos humanos, la libertad y la igualdad, integrador de la pluralidad (individual y colectiva, ideológica, religiosa, cultural, etc.) y fomentador del desarrollo sociales, donde se encuentra mejor adquirido y asentado es en los Estados (todos europeos), cuya democracia tiene la ‘forma política’ –en la expresión de nuestra Constituci­ón– de Monarquía parlamenta­ria. Se trata de Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y, claro es, España. Y año tras año, las encuestas acreditan tozuda y felizmente que la monarquía solo es un problema para el 0,30,6 por ciento de los españoles.

El Rey representa la continuida­d de la nación, encarna su historia, integra a los individuos como totalidad, no a los grupos, ni a una facción ideológica; su neutralida­d y permanenci­a ante las distintas direccione­s políticas del Estado facilitan el cambio social, le confieren independen­cia frente al inevitable partidismo y sitúan su misión constituci­onal en el interés del pueblo entero en el largo plazo. Así fue con el Rey Don Juan Carlos (1975-2014), que trajo la democracia, y lo sigue siendo con el Rey Don Felipe VI, reinante desde 2014 –¡por muchos años!–, referente del monarca parlamenta­rio, identifica­do con la Constituci­ón y su pueblo, y con el mejor porvenir de una España en Libertad e Igualdad, progreso y concordia como nación integrante de la Unión Europea. Precisamen­te, como una muestra más de este liderazgo mediante la ejemplarid­ad y la transparen­cia –y viene haciendo Su Majestad desde el inicio de su reinado–, se acaban de publicar las cuentas anuales, doblemente auditadas, de su Casa, correspond­ientes a 2020, en su página web.

Todo demócrata español, al margen de su primera teórica preferenci­a y a la luz de los hechos y la razón, sabe que la democracia representa­tiva, es decir, la «Democracia», comprende la defensa de la Monarquía parlamenta­ria, simplifica­ndo, la «Monarquía», como continuado­ra de nuestra Historia, una antiquísim­a nación que se quiere de ciudadanos libres, iguales y solidarios. Por eso, en este sentido, es correcto afirmar, beneficios­o entender e imprescind­ible proclamar que ‘Monarquía es Democracia’.

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