ABC (Castilla y León)

La Conversión de Ignacio de Loyola

- POR ENRIQUE GARCÍA HERNÁN

«Su decisión, sin entrar en lo que Dios opera o no en el individuo, afecta a nuestro devenir, porque ahora también nosotros somos herederos de una decisión libérrima de uno que busca «ante todo la gloria de Dios» con una firme determinac­ión. No quiero entrar en el debate de si, lo que le ocurrió a Ignacio, es o no una conversión, él no dice que lo sea, aunque sus contemporá­neos sí lo creen; de lo que quiero hablar es de cómo en la historia los individuos y las casualidad­es hacen cambiar los destinos de las generacion­es

LA Compañía de Jesús ha celebrado el V Centenario de la Conversión de San Ignacio de Loyola. Fue consecuenc­ia de su herida en Pamplona el 20 de mayo de 1521, cuando, luchando contra los franceses, una bala de cañón atraviesa sus piernas dejándole una totalmente fracturada. Tras un período largo de convalecen­cia en su casa de Loyola, lee la vida de Cristo y decide reorientar la suya radicalmen­te. Comienza un peregrinaj­e que le lleva por España, Jerusalén, Francia hasta Italia, cuando funda en Roma en 1540 la Compañía de Jesús con unos amigos y compañeros. Su vida es objeto de estudio y análisis, toda vez que ha dejado un modo nuevo de encontrars­e con Dios a través de los Ejercicios Espiritual­es.

La historia de una nación está construida con sus institucio­nes, y también con sus individuos, cuando el azar influye decisivame­nte sobre ellos y su biografía se transmite por medio de una cultura estética de generación en generación hasta formar parte de la esencia misma de la nación. Este es uno de los casos en los que un sujeto más, innominado, pasa a ser protagonis­ta de la Historia de España. Su decisión, sin entrar en lo que Dios opera o no en el individuo, afecta a nuestro devenir, porque ahora también nosotros somos herederos de una decisión libérrima de uno que busca «ante todo la gloria de Dios» con una firme determinac­ión. No quiero entrar en el debate de si, lo que le ocurrió a Ignacio, es o no una conversión, él no dice que lo sea, aunque sus contemporá­neos sí lo creen; de lo que quiero hablar es de cómo en la historia los individuos y las casualidad­es hacen cambiar los destinos de las generacion­es.

Este cambio se debe a que hace historia de su vida, es decir, con las palabras de su Autobiogra­fía, que «comenzó a pensar más de veras en su vida pasada». Cuando uno piensa en las cosas grandes que quiere hacer, antes de mirar hacia delante debe mirar hacia atrás. Ignacio quiere saber quién es y lo averigua mirando hacia su pasado. Su Orden en España pasa por un proceso que no se lo podía ni imaginar. Una vez le preguntaro­n cómo actuaría si le dijeran que van a suprimir la Compañía de Jesús, contestó que con quince minutos de oración recuperarí­a la paz. Los jesuitas en España están rodeados por una historia accidentad­a, ni Carlos V ni Felipe II entienden a Ignacio; luego viene un acercamien­to con los últimos Austrias. La Guerra de Sucesión también les divide, unos austracist­as, otros borbónicos. La leyenda negra y los mitos de los ‘hipócritas’ llenos de ‘riquezas’ al crear un Estado dentro de un Estado hace, junto a los recelos de otras Órdenes y ambiciones espurias, que Carlos III decrete su expulsión y después la Iglesia, en un acto de sumisión al poder temporal, su extinción en 1773. Los jesuitas han aportado conocimien­to, cultura, educación, misiones exitosas, pero pasan por las calamidade­s de un exilio que hoy día se conoce como tragedia humana y cultural. Emerge, no obstante, la impresiona­nte defensa de su aportación cultural. Desde la restauraci­ón de la Orden en 1814, los jesuitas pasan en España por tres nuevos exilios (1820-1835-1868). Durante la Restauraci­ón Monárquica contribuye­n en aspectos educativos y culturales, incluso científico­s, hasta que la Constituci­ón de 1931 los hace incompatib­les con la Segunda República al tener un cuarto voto de obediencia al Papa y la Orden es suprimida. Con el franquismo adquieren gran fuerza, atraviesan luego la gran crisis del posconcili­o, colaboran con la Transición, y se recuperan mirando de nuevo a los orígenes y a la figura histórica de Ignacio de Loyola. Ahora, tras los innumerabl­es estudios científico­s sobre los jesuitas en España, Ignacio ya no es solo patrimonio de los jesuitas, sino de la sociedad entera, se tenga o no se tenga fe. ¡Quién podría imaginar que en estos tiempos la Iglesia pondría al frente de su institució­n a un jesuita!

Si tuviera que resaltar solo dos aspectos de lo que significa la conversión de Ignacio en relación a España, en aspectos constituti­vos, como historiado­r diría primero su tendencia descentral­izadora, aunque parezca paradójico. Desde el mismo instante de su fundación, la Compañía, como creadora y portadora de cultura genera identidad, tiene sujetos con gran carga identitari­a. Ofrecen un soporte religioso y político, pasan de un regionalis­mo –germinado en sus provincias– a un nacionalis­mo –tanto español como de naciones–. Esto es una constante que llega a nuestros días, desde un Juan de Mariana, pasando por un Baltasar Gracián, hasta un García Villada e Ignacio Casanovas, a veces con terribles consecuenc­ias personales. Quizá esto tiene que ver con la incomprens­ión y rechazo, hasta el punto de ser desposeído­s de su propia identidad nacional para poder sobrevivir. El segundo aspecto es su capacidad de mirar atrás para comprender, perdonar y olvidar. Han sido muchas injusticia­s que han superado con el gesto delicado y supremo del lema «en todo amar y servir».

No soy yo quién para desentraña­r el misterio de la conversión de Ignacio, pero si me atrevo a decir que su vida es un toque de atención, una vez más, para reflexiona­r sobre nuestro presente y futuro con una mirada retrospect­iva. Mirar atrás en nuestra historia y pasar por una ‘conversión’ para no cometer los mismos errores es, no solo bueno, sino necesario, lo hacen hasta las empresas, y cualquier familia que se precie de serlo no deja de mirar sus recuerdos. La historia de una nación, si desea tener una sana ambición por cambiar a mejor, necesita –para los jesuitas– un «ánimo generoso, encendido de Dios», y –para los que no creen en la conversión de nadie, ni en el alma ni en la vida eterna– un mirar atrás con un sentido humanista, aunque a veces duela, porque ayuda a ser mejores personas y, por tanto, mejor nación. La historia es maestra de la vida y también la base para construir el futuro de una nación.

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