El museo que Colau no quiere ver ni en pintura
En noviembre de 2012, cuando el ‘procés’ aún no le había costado el cargo, el entonces presidente de la Generalitat Artur Mas viajó a Moscú para, tal y como dijo entonces, firmar «un acuerdo de intenciones firmes para que en los próximos dos o tres años se lleve a cabo la instalación estable y permanente del Hermitage en Barcelona». Prometedor, ¿verdad? Dos o tres años de margen, una marca de tirón internacional, unos fondos de más de tres millones de obras… Poco antes, en octubre de ese mismo año, el Puerto de Barcelona confirmó que había empezado a negociar con un grupo inversor la posible llegada a la capital catalana de una franquicia del museo ruso similar a las que se habían abierto (y, según el caso, cerrado) en Ámsterdam, Ferrara y Londres.
Tantas eran las ganas que el entonces consejero catalán de Cultura, Ferran Mascarell, llegó a asegurar que antes incluso de que el edificio que debía acoger parte de la colección de los zares estuviese listo, se habilitaría un espacio provisional para empezar a abrir boca. Cualquier cosa con tal de acoger con los brazos abiertos un proyecto que, enfatizó Mascarell entonces, casaba «muy bien» con la oferta artística de Cataluña. Empezó entonces un baile de proyectos arquitectónicos, propuestas museísticas, metros cuadrados y, sobre todo, recelos municipales que, casi una década después, sigue embarrancado y lejos de resolverse. Máxime después del portazo casi definitivo con el que el Ayuntamiento de Barcelona liquidó el viernes el último proyecto del Hermitage que había sobre la mesa.
Un jaque (casi) mate para una partida que el Gobierno de Ada Colau viene librando tanto con el Puerto de Barcelona como con los impulsores del proyecto, una sociedad formada por el arquitecto e interiorista barcelonés Ujo Pallarés, el empresario ruso Valery Yarolaski y el fondo de inversión Varia, y que, más allá de tecnicismos administrativos y complejos legalismos, se resume en un único punto. Esto es: que el actual Consistorio no quiere ver el
Hermitage ni en pintura. O, como mínimo, el Hermitage tal y como se había planteado, con su edificio diseñado por el arquitecto japonés Toyo Ito, sus casi 13.000 metros cuadrados y su inversión privada de más de 50 millones de euros para atraer a 850.000 visitantes al año.
Viabilidad económica
«Barcelona no necesita el Hermitage», podía leerse en uno de los informes que el Ayuntamiento encargó a principios de 2020 para justificar su rechazo a un proyecto que, ocho años antes, ya se las tuvo que ver con no pocos recelos en la plaza Sant Jaume. En aquel momento, Barcelona en Comú, el partido de la hoy alcaldesa Ada Colau, ni siquiera existía, pero su postura enlaza directamente con la del PSC e Iniciativa Per Catalunya, para quienes el Hermitage barcelonés no era más que un ‘MacMuseo’ que «busca la banalización del espacio urbano a través del consumo rápido de la cultura». «No dudo de la calidad de las obras, pero la propuesta tiene corto vuelo culturalmente hablando», argumentó entonces Jordi Martí, concejal del PSC que cambió de chaqueta en 2019 para fichar por el partido de Colau.
El de la dudosa calidad cultural es, de hecho, uno de los mantras que más se ha repetido en el Ayuntamiento, especialmente desde 2018, cuando la muerte del científico y divulgador Jorge Wagensber dejó al
Colau prefiere un centro de investigación en el Puerto