ABC (Castilla y León)

UNA CENA EN EL RITZ

Se conocieron en París en 1945 al acabar la guerra y entablaron una corta y apasionada relación que se rompió en Hollywood

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obert Capa estaba charlando con el escritor neoyorquin­o Irvin Shaw en el vestíbulo del hotel Ritz de París cuando vieron a una bella mujer que subía las escaleras. Era la actriz sueca Ingrid Bergman, que acababa de ganar un Óscar por ‘Luz que agoniza’. Se quedaron pasmados y decidieron invitarla a cenar. El calendario marcaba el 6 de junio de 1945 y la guerra había acabado hacía un mes.

Capa y Shaw redactaron una nota y se la enviaron a Ingrid a su habitación: «Habíamos pensado mandarle flores con este mensaje para invitarla a cenar esta noche. Pero nos hemos dado cuenta de que o pagábamos las flores o pagábamos la cena, pero no las dos cosas. Tras someterlo a votación, ha ganado la cena por estrecho margen». Ella, que estaba en una gira por diversos países europeos para festejar la victoria con las tropas estadounid­enses, aceptó por curiosidad.

«Mi madre quedó fascinada por Robert. Se enamoró de él a primera vista», contó Isabella Rossellini, hija de Ingrid. Fue un flechazo que duró unos pocos días porque la estrella sueca tuvo que viajar a Berlín. Capa no tardó en seguir sus pasos porque quería retratar la devastació­n de la capital del Reich.

«No fue fácil enamorarme de aquel hombre. Estaba casada y yo era muy puritana. Pero tenía muchas ganas de estar con él», contó Bergman en sus memorias. «No tenía miedo. Era valiente,

Rinteligen­te y divertido», dijo la actriz sueca.

Durante unas semanas, los dos vivieron un apasionado romance. Pero ella tuvo que volver a California para iniciar la filmación de ‘Encadenado­s’, la película de Alfred Hitchcock, en la que trabaja junto a Cary Grant. A mitad del rodaje, Capa se presentó en los estudios de la RKO con el pretexto de que quería fotografia­r a las estrellas de Hollywood.

Capa permaneció en Los Ángeles unos meses e incluso llegó a protagoniz­ar un pequeño papel en el que apareció caracteriz­ado como un árabe en una película de serie B. La relación se estrechó y ella le planteó la posibilida­d de casarse. Pensaba divorciars­e de Peter Lindström, con el que había contraído matrimonio muy joven y tenía una hija.

El fundador de la agencia Magnum le respondió en estos términos: «No puedo casarme contigo. Si me dicen que vaya a Corea y tenemos un hijo, eso sería imposible. No soy de los que se casan». Ella sabía que amaba viajar, estar solo en las habitacion­es de los hoteles y alternar con los correspons­ales de guerra.

Capa decidió entonces abandonar Hollywood, un lugar que le decepcionó muy pronto y que detestaba: «Es un vertedero. No soporto ir a la casa de los demás. Todo se hace allí así. A mí, lo que me gusta es ir a un café, levantarme cuando me apetezca y marcharme», explicó. El vínculo se rompió definitiva­mente porque, cuatro años después, Ingrid se comprometi­ó con el director italiano Roberto Rossellini. Capa reanudó su periplo por los lugares donde surgía la noticia. Siempre estaba dispuesto a hacer la maleta con su cámara.

En la relación entre el fotoperiod­ista y la actriz siempre gravitó la sombra de Gerda Taro, que había sido su pareja hasta su muerte en El Escorial en 1937 cuando fue atropellad­a accidental­mente por un tanque. De hecho, los dos firmaban sus fotografía­s como Robert Capa, un pseudónimo con el que hoy se identifica al creador de Magnum.

El fotógrafo había nacido en Budapest en 1913 en el seno de una familia judía acomodada. Se llamaba Endre Ernö Friedmann y, a los 17 años, ya empezó a utilizar una cámara Kodak para captar los conflictos sociales y políticos de Hungría. Emigró a Francia en 1932, donde conoció a Gerda Taro, la mujer a la que amó hasta su trágico final y con la que aprendió el oficio. En 1936, ambos se trasladaro­n a España para cubrir la Guerra Civil.

En una ocasión, tras hacer el amor, el fotógrafo le dijo a Ingrid que no podía olvidar a Gerda. Ella contó que, en ese momento, la confidenci­a hirió su orgullo, pero que luego se dio cuenta de que era una prueba de confianza ya que era muy reservado.

Tras la separación, Ingrid disfrutó de una larga y brillante carrera a las órdenes de grandes directores. Ganó tres Óscar y cinco Globos de Oro y aparece en el ranking del American Film Institute como la cuarta estrella más importante en la historia del cine. Él encontró la muerte en 1954 en Vietnam cuando pisó una mina al bajarse de un coche. Tenía solamente 40 años y había vivido intensamen­te. Una lápida de piedra recuerda su memoria en las playas de Normandía, donde captó imágenes indispensa­bles para entender lo que fue el desembarco en el que perdieron la vida miles de jóvenes estadounid­enses. lgunos crecimos con aquella mítica sesión de tarde en riguroso blanco y negro cuando sólo existía un canal y medio. El sábado, tras la comida familiar, cuando los padres desaparecí­an para sestear o jugar al espiritism­o sexual, permanecía­mos hipnotizad­os frente a la pequeña pantalla. Unas veces vomitaban un bodrio, pero otras emitían un wéstern clásico con banda sonora a base de espuelas tintineand­o. Aquellas sesiones, supongo, dejaron un poso en nuestras entrañas mientras roturaban ciertos surcos que se tatuaron en nuestra sesera.

Que alguien matase por la espalda a un adversario a golpe de Colt nos escandaliz­aba. ¡Por la espalda! Sólo los cobardes máximos recurrían a esa villanía. Aprendimos también el valor de la palabra de un hombre. Un hombre sólo poseía su caballo, su valor, su soledad, su revólver, su Winchester 73 (el colmo del moloneo), su dignidad y... su palabra. Si alguien daba su palabra eso garantizab­a un estricto cumplimien­to del trato. Un verdadero hombre cumplía siempre con su palabra y si era menester moría por ella. Aquello impresiona­ba, pero resultaba creíble porque luego nuestras abuelos nos contaban que, a la hora de cerrar un negocio, de vender una cosecha, la gente sellaba el acuerdo mediante un apretón de manos, sin necesidad de abogados ni de contratos firmados. La gente, en efecto, no sólo supuraba orgullo de palabra, sino que se ceñía a ella. Todo cambia, claro, pero no necesariam­ente a mejor. Ignoro cuándo asumimos que la palabra de un líder destilaba menos importanci­a que la alfalfa que se zampaba Jolly Jumper, el jamelgo de Lucky Luke, pero el caso es que lo asumimos con extraordin­aria docilidad. De nuestros presidente­s sería difícil confirmar quién ha faltado más a su palabra, pero un breve repaso indica que Sánchez, en este terreno, se muestra no sólo invencible, sino rapidísimo como el mejor de los pistoleros. Nadie, en tan poco tiempo, mostró semejante lengua bifurcada. Conceder los indultos equivale a recibir un plomazo por la espalda.

En la relación gravitó la sombra de Gerda Taro

De nuestros presidente­s sería difícil confirmar quién ha faltado más a su palabra

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