Sin árbitros no hay partidos
Soy madre de un árbitro de fútbol, el deporte rey. Rey en todo menos en respeto al prójimo, y menos aún si el prójimo es el árbitro.
Todas las semanas, cuando mi hijo llega a casa, le hago la misma pregunta: ¿qué tal fue hoy? ¿muchos insultos? Si les han insultado poco, la cosa ha ido bien y si el público se ha cebado con ellos es porque han sido malísimos. Da igual si eso fue así o no objetivamente, el ‘insultómetro’ es quien mide su trabajo.
Es muy lamentable que el trabajo de unos chicos, a los que se les exija una responsabilidad importante, lo midamos por la cantidad de insultos recibidos. Los más ofensivos no son aquellos en los que se acuerdan de sus madres. No. A mí eso me da igual. Pero duelen los que desprecian su labor: inútil, retrasado, imbécil, cegato, vendido… Y, cómo no, si se trata de mujeres ya rayamos en la repugnancia.
Para los ignorantes que piensan que el título de árbitro de fútbol se obtiene en una tómbola, voy a contarles que exige unos exámenes, una preparación teórica y física, una formación continua y un sacrificio importante. Igual que los jugadores, también madrugan, se cuidan, recorren kilómetros para ir a los partidos... No son diferentes.
Desde que son prácticamente unos niños asumen una responsabilidad que, cuanto menos, merece un respeto. Se equivocan, seguro, pero cuántos goles se fallan o no se paran y no se insulta a los jugadores. Sólo faltaba. A todos nos gusta ganar y a ellos hacerlo bien. Pitan lo que ven y estoy segura de que con un poco más de colaboración por parte de todos podrían hacerlo mucho mejor. Así que, por favor, antes de entrar en un campo, una buena dosis de empatía, y grabado en la mente que el partido ni lo pierde ni lo gana el árbitro y, sobre todo, que sin árbitros no hay partidos.
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