ABC (Castilla y León)

Gates, el hombre que quería ser rey

Gates no quiere perturbar el sistema internacio­nal, quiere ser parte de él. En cada reunión del G20, maniobra para aparecer en las fotos, con el mismo estatus que un jefe de Estado. Su afán de reconocimi­ento político explica el gigantismo de la Fundación

- POR GUY SORMAN

Alrededor del año 2000, Bill Gates se convirtió en el hombre más rico del mundo, pero también en uno de los más controvert­idos. Sin embargo, el origen de su fortuna es legítimo y procede íntegramen­te de Microsoft, que él mismo fundó. Todos, o casi todos nosotros, somos clientes de Microsoft desde el momento en que accedemos a nuestro ordenador: su software lo ha hecho accesible para todos. Esto merece una recompensa económica y coloca a Bill Gates entre los grandes emprendedo­res de los tiempos modernos. No es uno de esos cuya fortuna mal adquirida procede de sus estrechas relaciones con el poder político, como los oligarcas rusos, los príncipes saudíes o los magnates del petróleo nigerianos. Lo que no quita que, hace veinte años, Bill Gates fuera extremadam­ente impopular debido, en parte, a que era un personaje arrogante y a la ostentació­n que hacía de su fortuna.

Pero esta impopulari­dad fue sobre todo consecuenc­ia de la posición dominante de Microsoft. Sus clientes y EE.UU. le reprochaba­n su comportami­ento monopoliza­dor. También le echaban en cara que sofocara la innovación comprando a cualquier competidor que surgiera, algo que también harían después Facebook y Apple. Bill Gates, tratado como culpable, fue citado para dar explicacio­nes ante el Congreso de Estados Unidos y la Comisión Europea; se amenazó a Microsoft con su desmantela­miento y a Bill Gates con actuacione­s legales. Su situación tiene ilustres precedente­s en EE.UU., como John Rockefelle­r y Andrew Carnegie. Pero allí existe una puerta de salida llamada filantropí­a; Carnegie dotó al país de biblioteca­s públicas y Rockefelle­r, de universida­des y hospitales.

En Europa se oye a menudo que estos filántropo­s estadounid­enses solo tratan de escapar de los impuestos; las ventajas fiscales de las fundacione­s son innegables, pero no decisivas. Lo decisivo es la búsqueda de la respetabil­idad y esta sería la motivación esencial de Bill

La Fundación Gates ha adoptado las mismas costumbres y circuitos que las ayudas públicas internacio­nales y ningún país ha salido de la pobreza con su ayuda

Gates, asociado de repente con su padre y su esposa Melinda.

El malvado jefe de Microsoft se convirtió, desde 2006, en el querido presidente de una fundación que distribuye entre 1.000 y 3.000 millones de dólares al año, principalm­ente en África. De demonio, Bill Gates se metamorfos­eó en ángel, elogiado por los medios de comunicaci­ón que antes lo abucheaban, un huésped escuchado por todos los jefes de Estado que ayer se negaban a recibirlo. La paradoja de este cambio es que Microsoft, como empresa, y su jefe, brindaban servicios indiscutib­les y mensurable­s.

¿Y la fundación? Nos cuesta medir su utilidad. Lo intenté en 2013 con un libro titulado ‘El corazón americano’, sin demasiado éxito. En teoría, la fundación apoya las iniciativa­s de gobiernos y organizaci­ones humanitari­as que luchan contra la malaria y el sida y las que construyen escuelas y clínicas. Esto está bien, pero ¿cómo se mide la relación entre lo que da Gates y lo que reciben los campesinos o los niños? Es imposible, porque las donaciones pasan por otras institucio­nes, cuyas cuentas no son nada transparen­tes. Cuando la Fundación Gates subvencion­a al Ministerio de Agricultur­a de Malawi, por ejemplo, ¿es seguro que los gobernante­s de Malawi no se benefician más que los agricultor­es? De hecho, la Fundación Gates ha adoptado las mismas costumbres y circuitos que las ayudas públicas internacio­nales; sin embargo, ningún país del mundo ha salido de la pobreza gracias a la ayuda. Peor aún, muchos economista­s creen que la ayuda consolida gobiernos ineficient­es y corruptos que frenan el desarrollo.

¿Perjudica el desarrollo la caridad de la Fundación Gates? Probableme­nte salve vidas, por ejemplo, mediante la vacunación, pero dudo que contribuya al desarrollo. ¿Por qué la Fundación Gates no se interesa por los orígenes de la miseria de masas y hace causa común con jefes de Estado poco recomendab­les y organizaci­ones internacio­nales burocrátic­as? La razón es simple y me la han contado antiguos directivos de la fundación, que están en total desacuerdo con el uso de sus recursos: Gates no quiere perturbar el sistema internacio­nal, quiere ser parte de él. En cada reunión del G20 y otras cumbres, maniobra para que le inviten y para aparecer en las fotos, con el mismo estatus que un jefe de Estado. Su afán de reconocimi­ento político explica el gigantismo de la Fundación: emplea a 1.700 personas, personal innecesari­o ya que en principio no hace más que financiar lo que otros ya están haciendo. De hecho, la fundación es un miniestado del que Gates es presidente. Quienes se preocupan por su futuro financiero tras un divorcio caro, pueden estar tranquilos: los mil millones que dona a su fundación son inferiores a los ingresos de sus inversione­s financiera­s personales. Mientras dona mucho, sigue enriquecié­ndose.

No me malinterpr­eten: no estoy haciendo un juicio a la filantropí­a, todo lo contrario. Pero no creo que la Fundación Gates se inscriba en la filosofía propia de la filantropí­a estadounid­ense. Como explica George Soros, que también dona mil millones al año, el papel de las fundacione­s es experiment­ar con nuevas soluciones, no apoyar a las institucio­nes existentes cuando no funcionan. Soros apoya los movimiento­s democrátic­os en Europa del Este y EE.UU., y financia experiment­os en la lucha contra la adicción a las drogas y el encarcelam­iento de jóvenes delincuent­es. Las fundacione­s, señala Soros, tienen que experiment­ar y pueden fracasar, pero tienen el deber de intentarlo, algo que los estados no pueden permitirse. El primer filántropo estadounid­ense, Benjamin Franklin, definió la filantropí­a como lo contrario a la caridad. La filantropí­a es hacer que la caridad no sea necesaria, que es lo que Bill Gates ni sabe ni quiere hacer.

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