El Estado policial para los uigures en China
ada más aterrizar en Urumqi, capital de la convulsa provincia china de Xinjiang, un guardia con traje especial de protección nos espera junto a un policía al final del túnel de pasajeros. Ser el único occidental del vuelo no ayuda a pasar desapercibido, ni siquiera con la mascarilla puesta. Como la pandemia del coronavirus está controlada en China pero sigue azotando al resto del mundo, a los extranjeros se nos vigila más que a los
Nnacionales cuando nos movemos por el país, incluso aunque llevemos más de un año sin viajar fuera. Por ese motivo, no es de extrañar que el policía apunte mi nombre, número de pasaporte, teléfono móvil y hasta el hotel donde me voy a alojar. Pero sí resulta sorprendente que no necesite comprobar la prueba negativa del coronavirus que me he hecho en Pekín el día antes de volar. Debe de ser por algo más peligroso todavía que el virus: porque soy un periodista occidental que viaja a Xinjiang, la remota región musulmana al oeste de China que está en el ojo del huracán por la represión sobre sus habitantes autóctonos, los uigures.
La incógnita queda despejada al día siguiente cuando, al salir del hotel, cuatro hombres de negro se levantan nada más verme atravesar el vestíbulo y se dirigen a la puerta justo delante de mí. Mientras espero el taxi, se meten en un Honda ranchera gris que, a partir de ese momento, será mi sombra allá donde vaya en Urumqi, empezando un seguimiento que continuará durante toda mi estancia en Xinjiang. Entre el 22 y el 28 de marzo, viajé a esta provincia situada a 4.000 kilómetros de Pekín y, durante todos los días, fui vigilado las 24 horas por dos grupos de personas… al menos que yo viera. Además de seguirme a todos los lugares que visitaba, como tiendas, restaurantes y monumentos, los vigilantes parecían dormir en el vestíbulo del hotel, pues estaban allí hasta por la noche y desde primera hora de la mañana, e incluso viajaron en mi avión a Kashgar, la segunda ciudad de la región, y luego cuando regresé a Pekín.