Cada 500 metros hay pequeñas comisarías fortificadas con barreras y en las calles se suceden los controles
Identificados mediante cámaras de reconocimiento facial, solo los vecinos pueden acceder a sus bloques
nos ya liberados y de familiares de presos, las organizaciones de Derechos Humanos denuncian que la mayoría son encerrados sin haber cometido ningún delito, salvo el de ser musulmanes y, por tanto, sospechosos de radicalizarse.
De gira por Europa el año pasado, el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, aseguraba en una conferencia en el Instituto Francés de Relaciones Internacionales que ya no quedaba nadie en dichos campos de reeducación. Pero un estudio del Instituto Australiano de Política Estratégica (ASPI, en sus siglas en inglés) detectaba con imágenes por satélite las coordenadas de hasta 380 centros de detención construidos en los tres últimos años. Con alambradas, altos muros y torres de vigilancia, muchos de ellos están conectados a fábricas, lo que ha espoleado las denuncias contra el uso de mano obra forzada, sobre todo en el sector textil.
En los últimos meses, las acusaciones internacionales contra la potente industria del algodón de Xinjiang han agravado las cada vez peores relaciones de China con Estados Unidos y la Unión Europea. Con sanciones cruzadas y un boicot de los consumidores chinos contra las marcas que se desvinculan del algodón de Xinjiang, la tensión ha frustrado el acuerdo de inversiones alcanzado a finales del año pasado entre Pekín y Bruselas.
Pero la represión no se ciñe solo a los campos de reeducación, sino que va más allá buscando la disolución de la cultura uigur y hasta la erradicación de la religión musulmana. También con imágenes satelitales, ASPI denuncia que 8.500 mezquitas han sido destruidas completamente y otras 7.500 dañadas. Además de la pérdida de mezquitas, que suponen la mitad de las que había en 1955, este instituto dependiente del Gobierno australiano estima que casi un millar de monumentos islámicos de Xinjiang han sido desmantelados o reducidos a ruinas. En 2019, otra investigación periodística de la agencia France Presse descubrió que decenas de cementerios habían sido arrasados, dejando al descubierto restos humanos fuera de las tumbas.
Con los uigures en el centro de la disputa y Occidente pidiendo la visita de una comisión internacional de investigación, el régimen chino trata de controlar toda la información y marca estrechamente a los periodistas que viajan a Xinjiang. Sin cortarse un pelo, los vigilantes me siguieron incluso dentro de las tiendas de alfombras que visité en Urumqi y Kashgar, llevándose en un momento al dependiente al exterior para advertirle, seguramente, de que era periodista y tuviera cuidado con lo que me decía. Confiado, el jefe del grupo de Urumqi incluso se sentó a mi lado en un puesto del Gran Bazar donde estaba probando unas nueces, recomendándome que comprara allí porque era un «comercio de confianza».
Una vez superada la desagradable incomodidad de tener a varias personas pisándote las talones, uno se acostumbra a andarse con pies de plomo y a no hacer ni decir nada que pueda resultar sospechoso, incluso dentro de la propia habitación del hotel por si las moscas. Siendo periodista extranjero en China, es normal sentirse como un delincuente, como he aprendido en estos 16 años cada vez que viajaba a algún lugar donde había problemas.
Pero esta calma tensa se rompió en Urumqi cuando, tras hacer una foto de la cerrada mezquita de Xiheba, apareció de la nada un joven ‘Han’ pidiendo ver las imágenes del móvil para borrarlas alegando que el edificio estaba «en obras». Como no era policía ni llevaba el típico brazalete rojo de los voluntarios, salí por piernas ante el temor de que fuera un ladrón. Tras dejar atrás tanto al joven como al grupo de vigilantes, tomé un taxi para volver al hotel y, durante el trayecto, el conductor recibió una llamada. Del otro lado le preguntaban adónde se dirigía y, mirándome inquieto por el retrovisor, daba la dirección del hotel. Al llegar, desde la puerta del ascensor pude ver cómo el jefe del grupo entraba corriendo en el vestíbulo, pero sin tiempo ya para alcanzarme.