Para un extranjero, hablar en público con un uigur en Xinjiang es imposible. Hay que contactar con los que están exiliados
Aunque era viernes, día de oración para los musulmanes, la mezquita de Id Kah estaba vacía. Solo aparecieron unos ancianos
Con tan constante presencia pretenden impedir que la Prensa occidental informe de algo inconveniente para el régimen. Pero lo único que consiguen es dejar claro que Xinjiang es un siniestro Estado policial en el que la vida de los uigures está vigilada hasta el más mínimo detalle. Cada 500 metros hay pequeñas comisarías fortificadas con barreras y los controles se suceden por las calles, donde patrullas de policías con cascos y escudos desfilan sin parar por las plazas y los principales monumentos. Identificados mediante cámaras de reconocimiento facial, solo los vecinos pueden acceder a sus bloques de edificios y los guardias de seguridad revisan los maleteros y bajos de cada coche antes de entrar en algún lugar. Por ejemplo en las gasolineras, protegidas por barreras para impedir atentados.
Tras darles esquinazo en la mezquita cerrada, el seguimiento se reforzó con dos coches al día siguiente, en que volamos rumbo a Kashgar, legendaria parada en la Ruta de la Seda. Con al menos seis personas rondando alrededor en el aeropuerto, la vigilancia vuelve a delatarse de nuevo cuando, al encaminarme hacia la zona de tiendas y restaurantes, un guardia de seguridad viene a decirme que mi puerta de embarque está en dirección contraria. Allí espera un tipo que no nos quita ojo y, al embarcar, a nuestro lado se sienta el policía que viaja en cada avión chino para velar por la seguridad.
Un rato antes de aterrizar en Kashgar, y contrariamente a las normas de aviación, nos obligan a todos los pasajeros a bajar las ventanillas. Cuando subo un poco la mía para intentar grabar con el móvil, una azafata me reprende de inmediato y luego suena por los altavoces una advertencia para que nadie haga lo mismo. Evidentemente, hay algo ahí abajo que no quieren que veamos.
Al igual que en Urumqi, al desembarcar en Kashgar nos espera otro policía que también nos toma los datos con el argumento de la prevención del coronavirus. Ya en el hotel, cuando estoy deshaciendo el equipaje, me llaman de recepción para que baje porque dos policías quieren hablar conmigo. Todo sonrisas y amabilidad, pero grabándome con la minicámara que llevan en la solapa, me dan la bienvenida a Kashgar y me advierten de que, si quiero entrevistar a alguien,
// PABLO M. DÍEZ
tengo que identificarme claramente como periodista. Va a ser difícil, por no decir imposible, porque vuelvo a tener a media docena de personas detrás de mí. Es fácil distinguirlos: uno de los que me siguió junto a la mezquita de Id Kah, muy reconocible porque llevaba una sudadera azul ajustada que le marcaba la tripa con la leyenda ‘Trend e-up’ en el pecho, aparece al día siguiente en la calle de las alfombras… con la misma ropa. Otro, con unas zapatillas ‘New Balance’ que también nos seguía desde la mezquita de Id Kah, se puso un chaleco rojo y una gorra y cogió una escoba al adentrarnos en la Ciudad Vieja para hacerse pasar por un voluntario que limpiaba sus callejones. A veces, el marcaje era tan descarado que se ponían delante de mí y tenía que pedirles que se apartaran para fotografiar alguna casa pintoresca de la Ciudad Vieja de Kashgar.
Con sus casas típicas de adobe derruidas y reconstruidas en cartón-piedra como suele ser habitual en China, lo más interesante eran los códigos QR pegados a sus puertas junto a publicidad de la operadora de telefonía móvil China Unicom. Según la ONG Human Rights Watch, dichos códigos QR contienen la información de las familias que habitan en su interior y la Policía los usa para tenerlos controlados. Al escanear yo uno con mi móvil, aparece un enlace del Gobierno (www.xjymt.gov.cn), pero la página web no se abre. En otros callejones, el método era más rudimentario y el nombre y teléfono del propietario de la vivienda estaban escritos a manos en la puerta.
Aunque era viernes, el día de oración para los musulmanes, la bella mezquita de Id Kah estaba vacía y ninguno de sus empleados sabía a qué hora empezaba el rezo. Pasadas las dos de la tarde, por fin llegó un grupo de ancianos. Caminando muchos de ellos con bastones, entre ellos no había ni un solo joven e iban dirigidos por algún responsable local que enseguida nos obligó a marcharnos.
Para un extranjero, hablar públicamente con un uigur en Xinjiang es imposible. Para hacerlo, hay que contactar con quienes están exiliados en otros países como Turquía. Como Jevlan Shirmemmet, quien se fue a estudiar hace una década a Estambul y en 2018 perdió el contacto con su familia, y Omer Faruh, quien no sabe nada de dos de sus hijas desde 2017. Mañana nos contarán su historia.
Los testimonios de los uigures exiliados en Turquía, mañana en la Sección de Internacional