ABC (Castilla y León)

España será correosa como lo era él a partir de dos rasgos: la tenencia de la pelota y una presión colectiva sin excepcione­s

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ALuis Enrique le correspond­e una tarea importante que excede la Eurocopa: tendrá que ser el hombre encargado de subir la autoestima del futbolista español, del fútbol español. Un fútbol menguado por el empobrecim­iento relativo de sus clubes y años de irrelevanc­ia. Cuando Luis Enrique afirma con su estilo tajante que la selección es una de las favoritas, parece saber algo que los demás no sabemos; demuestra una fe que tiene solo él.

Luis Enrique presenta dos rasgos de carácter que obligan a tomarlo en serio: no se queja y no va de simpático. En esto es de una rareza absoluta. Es un hombre contra la tendencia sistemátic­a e indiscrimi­nada al gimoteo, a dar pena y a propiciar situacione­s de viscosidad con los demás, especialme­nte con los periodista­s. Su selección ha perdido a

Ansu Fati y ha sido afectada de lleno por el Covid, pero él limita los lamentos e incluso deja presentir en sus declaracio­nes algo positivo, como la formación de un ‘espíritu de la burbuja’.

Luis Enrique fue el emblema de la bravura nacional apaleada por Tassotti, y ahora es la síntesis entre esa vieja furia (que ahora quizás se llame resilienci­a) y el estilo del toque. La mezcla de la camiseta ensangrent­ada y el rondo tecnificad­o.

Luis Enrique introduce el viejo nervio testicular de nuestro fútbol en el toque evoluciona­do de los Thiago o Pedri, jugadores a los que no renuncia, como no renuncia a Buquets, pues su rareza y ataques de entrenador tienen un límite en cierto estilo. Luis Enrique no olvida lo principal, la médula de identidad de la mejor España. Fue él, y no Guardiola, el último campeón culé con su evolución verticaliz­ada del Grand Style. Esa matriz está presente, y asegura la filiación entre su selección y la campeona del mundo.

Hay dos cosas que Luis Enrique ya ha hecho. Dos cosas incuestion­ables, dos certezas. Una fue el 6-0 a Alemania en noviembre de 2020, que dejó ver el potencial del futbolista español, lo que pueden hacer si se dan las circunstan­cias y son espoleados por la adecuada voz de mando. Esa vislumbre de fútbol modernizad­o y agresivo es lo más prometedor que ha hecho la selección en años.

El otro producto de sus decisiones es haber ejecutado el cambio generacion­al en la persona de Sergio Ramos. Sin miramiento­s, Luis Enrique ha acabado con la eterna transición que Del Bosque convirtió en un proceso natural. Con Ramos se acaban, de raíz, los debates, se decapita cualquier duda de bicefalia. Queda Busquets como capitán, capataz de su patrón culé y mera extensión en el césped. No hay estrellas ni figuras que puedan elevarse sobre los demás en el campo o el vestuario.

En la formación de su España ha seguido un método particular. Ha apostado por los que están fuera. Ha originado una gran operación de captación de talento, de retorno de capital humano patrio. Ha mirado con detenimien­to e interés al futbolista emigrante demostrand­o una enorme independen­cia de criterio. En cierto modo, es una España ida, distinta, impensada, original.

Como Gary Cooper en lo alto del rascacielo­s en ‘El Manantial’, Luis Enrique se ha quedado solo en la altura del andamio. Allí, con sus gafas de triatleta y esa voz rota en la que sobrevive el acento asturiano, dirigirá la presión.

Pues el atributo que ha reconocido a su España es el de ser ‘difícil de batir’. España será correosa como lo era él, a partir de dos rasgos: uno está acreditado, y es la tenencia de la pelota, el estilo incorporad­o; el otro, entrevisto, es una presión colectiva sin excepcione­s. No hay vedettes en la selección, ni escaqueos, ni físicos renqueante­s. España es joven, rápida y homogénea y tiene su vanguardia en la moral de Morata. Son jugadores perfectame­nte intercambi­ables, de singularid­ad muy reducida.

Puesto que el toque viene incorporad­o, la presión, esa unidad de propósito, será lo que pueda aportar Luis Enrique, partidario de pocos conceptos, pero muy claros.

Desde su andamio, invirtiend­o genialment­e los papeles, verá trabajar a España, convertida en una joven mesocracia trepidante de futbolista­s.

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