ABC (Castilla y León)

Adulación y pasta

En el encuentro entre Sánchez y Aragonès, lo que los asistentes percibiero­n difiere de lo que los espectador­es vieron en los noticiario­s. Eran los gobernante­s de dos naciones en pie de igualdad. Dos naciones que deben respetarse mientras se resuelve el pr

- POR JUAN CARLOS GIRAUTA

MAGNÁNIMO es una palabra gatillo. Cuando la oigo salto al último día de 1970. Hay algo raro, entre asombrado y burlesco, en la voz de mi madre, que se ha colocado las gafas y ha cogido ‘La Vanguardia’, el diario que en casa se leía. «¡Franco el magnánimo!» –lee o declama–. Repite el titular. Supongo que la imagen, el tono de voz cargado de segundas y la voz ‘magnánimo’ –nueva para mí y por cuyo significad­o pregunto de inmediato– se adhieren y refuerzan entre sí. A partir de entonces supe varias cosas: que ‘magnánimo’ era un adjetivo inusual merecedor de reflexión y mirada crítica; que usarlo te convertía fácilmente en un adulador, en un hipócrita chusco, de los que se reconocen a primera vista; que muy magnánimo no era Franco, Franco, Franco.

Franco ocupaba la portada de ‘La Vanguardia’. Mirada grave, algo perdida. Sentado frente al escritorio, ojea, redundante, ‘La Vanguardia’. «Franco el magnánimo» es el titular de la llamada de portada. Al tratarse del único texto de la página, se convierte en titular de portada. Intento reproducir el tono de estupor con que mi madre lo leyó. A los nueve años uno podía ignorar quién era Franco exactament­e, más allá del anciano de la tele, y es seguro que desconocía lo que era conmutar. Conmutar nueve penas de muerte a seis condenados del proceso de Burgos. Pero estaba perfectame­nte capacitado para percibir cuándo algo tenía miga.

La miga estaba en el retintín de la voz de la lectora mientras la familia guardaba silencio. Yo bebía sus palabras, como siempre que ella me leía algo; las tenía por tesoros que no debían perderse. El ligero mohín de mi padre, una puntita de chanza, muy sutil. Mis hermanas boquiabier­tas, esperando probableme­nte, como yo, una explicació­n, una clave que no llegaría más que por vías intuitivas. Hoy sé que la llamada de portada de ‘La Vanguardia’ acababa así: «Serenament­e, después de contemplar y

Lo que no puede ser es que a Sánchez solo le llame magnánimo la imagen que le devuelve el espejo

garantizar el ejercicio de la justicia, Francisco Franco ha ejercido la potestad de la gracia. Una vez más, ha dado suprema muestra de magnanimid­ad, símbolo de una convivenci­a que nadie, absolutame­nte nadie, podrá alterar o quebrar».

En la mancheta dos, Godó. A su descendien­te, cúspide de un periódico cuyas peripecias son las de la burguesía catalana, le han rendido homenaje en un acto aparenteme­nte empresaria­l y estrictame­nte político. La celebració­n del conde de Godó, grande de España, que se reclama de dos lealtades, fue la fina y transparen­te capa del encuentro de dos presidente­s. Cada circunstan­te tendrá dos o tres lealtades, Godó no es un marciano, solo es el más listo. Así que la medalla de honor de Foment está justificad­a. Es como si le estuvieran diciendo, con razón: en los términos de la Cataluña contemporá­nea, tú eres el mejor, el número uno, nadie como tú encarna los valores de esta pequeña nación sometida (pero poco). ‘Sí pero no’ es el alma de esa gente, entiéndanl­o.

En el encuentro entre Sánchez y Aragonès, lo que los asistentes percibiero­n difiere de lo que los espectador­es españoles vieron en los noticiario­s. Eran los gobernante­s de dos naciones en pie de igualdad, dos naciones que solo pueden tratar de manera bilateral. Dos naciones que deben respetarse mientras se resuelve el problemill­a histórico de que una sea, en términos jurídico-políticos, comunidad autónoma de la otra. Una más entre diecisiete. «¡Como Murcia!» –suelen exclamar–. Tan ofensiva equiparaci­ón, de la que Sánchez, Iceta e Illa (el del efecto) son perfectame­nte consciente­s, se irá corrigiend­o.

Los prohombres celebrante­s son lo bastante cautos para comprar que la buena disposició­n socialista es fruto de una especial sensibilid­ad de Sánchez. Nadie va a señalar que el rey va desnudo, que el presidente del Gobierno español actúa sometido a un chantaje que acepta porque carece de dignidad política y solo le interesa volar en avión privado con tapicería nueva, y que para seguir haciéndolo está dispuesto a vender España a trozos. Los asistentes son muy comprensiv­os con estas cosas. De hecho, ese es el tipo de relación en el que se encuentran cómodos: yo te agarro las pelotas y tú sonríes a la cámara. No, nadie señalará al nudo presidente porque el burgués catalanist­a es hombre práctico, y si la aritmética parlamenta­ria es la razón última de la rendición de la democracia española al nuevo formalismo de la rebatiña, bien está.

Tienen pues a Sánchez ya engrasado o lubricado para que proceda de inmediato con sus requerimie­ntos: indultos, dinero de Europa sin control, referéndum de autodeterm­inación. Este último requiere pericia de tahúr, pero de ella no andan faltos en ningún lado de la mesa: se celebrará un referéndum legal sobre la convenienc­ia (entre otra hojarasca) de celebrar un referéndum ilegal. Tal es, por resumir, la fotografía del truco, que vendrá, claro está, adornado con primor.

Lo que no puede ser es que a Sánchez solo le llame magnánimo la imagen que le devuelve el espejo. Hace falta otra portada que cierre el círculo histórico, el de la relación de las sagradas familias catalanas con el poder central, el de mi relación sentimenta­l con unos escenarios tan bellos como pestilente­s. Algo que coloque a Sánchez, a sus chantajist­as y a sus beneficiar­ios al nivel de sus antecesore­s. Con la diferencia de que Franco, proteccion­ista y todo, prefería agarrarte él. Por algo era dictador y había ganado la guerra para la burguesía catalana. Sí. ¿Qué?

Propongo: «Sánchez el magnánimo. Serenament­e, después de contemplar y garantizar el ejercicio de la justicia, Pedro Sánchez ha ejercido la potestad de la gracia, símbolo de una convivenci­a que nadie podrá alterar o quebrar».

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CARBAJO
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