GALICIA, VOTO DECISIVO
Las elecciones gallegas ponen en juego el modelo político de España. El PP parte con una cierta ventaja, pero la concentración del voto útil en el BNG hace posible un triunfo de las izquierdas que José Ramón Gómez Besteiro haya renunciado a formular una crítica explícita a Ana Pontón. Esta es también la explicación que ha llevado al PSOE y al BNG a intentar promover la división en el voto conservador: cuanto más se divida el electorado que reivindica el marco del 78, más probabilidades tendrá de gobernar el nacionalismo gallego apoyándose en el PSOE.
El Partido Popular cuenta con un sólido poder territorial en España. En el caso de Galicia, la trayectoria de los populares al frente de la Xunta es bien conocida por el electorado y no debería existir demasiado espacio para la sorpresa. En esta ocasión, sin embargo, la opción alternativa no es un posible gobierno de izquierdas, sino un proyecto nacionalista que no se diferencia en gran medida de los planteamientos que puede hacer ERC en Cataluña o EH Bildu en el País Vasco, con quien el BNG concurrirá a las elecciones europeas. Las costuras de nuestro pacto constitucional se están forzando ya en estos dos territorios, además de en Navarra, por lo que sumar un nuevo frente contrario al pacto constituyente nos abocaría a un escenario desconocido.
La imagen edulcorada del BNG de Pontón no debe impedir reconocer que se trata de una formación independentista, capaz de participar en la marcha a favor de los presos de ETA del pasado 13 de enero en Bilbao o de no aplaudir, como hizo el diputado Néstor Rego, la intervención del presidente Zelenski en el Congreso. El Partido Popular cuenta con un amplio capital político en Galicia, pero en ningún lugar está escrito que la ventaja acumulada en comicios anteriores pueda ser suficiente para superar a una izquierda movilizada en torno al voto útil. La deriva del PSOE de Sánchez llevará a los socialistas a cosechar, previsiblemente, un mínimo histórico. Esa debilidad, sin embargo, puede acabar siendo el mejor aliado para el BNG en el caso de que los votos del centro-derecha tiendan a dividirse.
El consumo de drogas como hábito social normalizado esconde un cierto grado de complicidad moral con el narcotráfico
Hen la tragedia de Barbate dos aspectos de fondo que apenas salen en el debate público pese a su importancia, quizá porque se trata de cuestiones bastante antipáticas para la mentalidad social contemporánea. El primero es la necesidad de normalizar que unos agentes del orden en clara desproporción de medios puedan usar sus armas. Por supuesto, nunca como primera opción y sólo en determinadas circunstancias, de acuerdo a los correspondientes protocolos de proporcionalidad de la amenaza. Se dirá que esos protocolos ya rigen –de hecho, en los vídeos del abordaje fatal parece sonar algún disparo contra la narcolancha– pero los guardias están al corriente de que el recurso cuenta con escasa tolerancia tanto entre sus mandos políticos como en la opinión mayoritaria. Los traficantes deben saber, sin embargo, que si no se respeta la autoridad por las buenas sus representantes tienen la obligación de imponerla mediante la fuerza, y que ésta incluye el empleo de soluciones extremas por desagradables que sean.
El segundo asunto tiene que ver con una clase de responsabilidades más remotas que las del Gobierno pero no menos trascendentales. Y es que el narcotráfico está en auge porque el consumo de droga se ha convertido en un hábito relativamente respetable. Las personas que fuman hachís o esnifan coca no pueden desvincularse de la sórdida y peligrosa trastienda que hay detrás de sus ‘inocentes’ conductas individuales. Asesinato, asociación mafiosa, extorsión, chantaje. Corrupción y violencia, delitos que nadie aceptaría con naturalidad en ningún otro orden de la vida. El comercio de estupefacientes mata gente, infiltra instituciones, soborna jueces y policías, aterroriza poblaciones, destruye familias. Y eso sucede entre nosotros, en el Estrecho, en la Costa del Sol, en Galicia, no sólo en el sugestivo y a menudo idealizado universo de las series y las películas.
Está, sí, la posibilidad de legalizar el negocio, someterlo como el del tabaco (que sigue siendo objeto de contrabando) a la ley transparente del mercado. Las experiencias conocidas no permiten conclusiones categóricas sobre sus resultados pero de cualquier modo, mientras no haya consenso político y social suficiente para dar ese paso, cada porro y cada raya proceden de un turbio trajín subterráneo que con frecuencia mancha de sangre, y siempre de venalidad, los alijos y los fardos. No es ningún ejercicio de puritanismo preguntarse si existe suficiente esfuerzo colectivo para que los consumidores rutinarios sean conscientes de que en la libertad de sus actos hay una cierta complicidad moral en mayor o menor grado con una cadena delictiva que va del matute al blanqueo de capitales o el asesinato. De que la venta de narcóticos se considera un atentado a la salud pública por algo. De que el entramado criminal de la droga constituye un desafío de gran escala contra el Estado.
IGNACIO RUIZ-QUINTANO le es propia, con origen en su genio y en su estilo.
Wieland, que acompaña a Goethe en la mesa, recuerda a Napoleón que Racine llamó a Tácito «el mayor pintor de la Antigüedad», y le apunta una observación: «Vuestra Majestad dice que al leer a Tácito sólo ve a delatores, a asesinos y a bandidos; pero, Sire, eso era precisamente el Imperio romano, gobernado por los monstruos que describe la pluma de Tácito…». Y así entretuvieron una sobremesa de más de dos horas.
Sánchez, todo un doctor, da nombre al sanchismo, cuyas dos cimas culturales son Eurovisión, con la canción ‘Zorra’, y los Goya, ‘obscenario’ de la ideología oficial de eso que Curtis Yarvin llama «clase directiva profesional», último paso de la evolución del socialismo con la difusión de las modas aristocráticas entre las clases medias (sociales, intelectuales, financieras). En ese ‘obscenario’, instalado en la Florencia de la Renault, sólo se habló, entre eructos o regüeldos, de culos y de pollas; de «lo rahez hispánico», que diría don Claudio Sánchez-Albornoz, algo más que mero exponente de la mala educación de los españoles que Américo Castro atribuía a la influencia arábiga de las frases sucias y escabrosas de Ibn Hazm, padre de la religión comparada, sin caer en la cuenta de que Ibn Hazm era «pura raza española», al decir de Albornoz, que pone sobre la mesa las frases muy sucias de Séneca en sus epístolas, o las de Marcial en sus epigramas, o las de Beato de Liébana en sus comentarios.
—Los pueblos deben poner su confianza en las lanzas de sus soldados más que en el coño de sus mujeres– dijo famosamente la hermana del rey gallego Bermudo II cuando era llevada a Córdoba como esclava para el harén de Almanzor.
Que parece que no hubieran pasado los siglos.