CUBA: SOLO CAMBIA EL NOMBRE DEL DICTADOR
LA dictadura cubana no tiene que dar cuentas a nadie, y a sus responsables les da igual adelantar o retrasar un acontecimiento del que dependen la vida y los bienes –escasos, por desgracia– de los ciudadanos. Aplazado desde febrero, el régimen de La Habana ha decidido adelantar un día el ceremonial que dará inicio al proceso por el que el segundo de los hermanos Castro, Raúl, se irá lentamente desconectando del poder. Después de seis décadas de tiranía comunista, no importan mucho uno o dos días. Lo que de verdad debería estar sobre la mesa es la auténtica apertura tantas veces anunciada por los incautos abogados del castrismo, siempre desmentida por los hechos. Y lo que se sabe hasta ahora del probable sucesor, Miguel Díaz-Canel, no permite mucho optimismo. Ni el gesto del entonces presidente norteamericano Barack Obama de promover la reanudación de relaciones diplomáticas ni el que ha aceptado la Unión Europea con el consentimiento entusiasta de España para normalizar los contactos bilaterales han servido de gran cosa. Los que luchan por mantener vivo al régimen después de la inexorable desaparición de quienes han dirigido el país hasta ahora tampoco han dado señales de que estén pensando en una transición hacia la democracia. Y si esta segunda o tercera generación de «apparatchik» llegase a consolidarse, la perspectiva para los cubanos sería desoladora, condenados a vivir al margen del mundo en un universo del pasado.
La puerta para salir de la prisión en la que viven la tienen que encontrar los propios cubanos, pero desde el mundo libre les podemos ayudar. No con bloqueos, sino distinguiendo a los que se esfuerzan pacíficamente por defender la democracia. Lo que no podemos hacer jamás es considerar que lo que pasa en Cuba está bien o es normal. Porque no lo es.