Un gran Woody Allen y una gran «Patria» para zanjar la polémica
▶«Rifkin’s Festival» trata sobre las flores espinosas de la vejez y la serie basada en la novela de Fernando Aramburu, sobre las espinas floreadas del terrorismo
El Festival subió el telón de esta peculiar edición como si no hubiera un mañana, frase tópica pero que refleja la sensación de que proyectara ya los dos títulos que más curiosidad (o huroneo) mórbida y cinematográfica tenían de antemano, la última de Woody Allen, «Rifkin’s Festival», y la serie «Patria», que se servía ya muy zarandeada por la polémica de su cartel. También remachaba otra sensación: el valor del Festival al añadirle nuevos riesgos al que ya de por sí tiene su mera celebración. Un director despreciado (¿?) como Woody Allen y un retrato en carne viva (¿?) de la sociedad vasca cocinado y emplatado en el lugar y tiempo de los hechos.
La inauguración oficial era con «Rifkin’s Festival», una pieza que resume o rezuma una cantidad enorme del estado de ánimo de un anciano en plenas facultades para hablar de eso, de ser viejo, de estar lúcido y de seguir buscando «algo» en un territorio en el que no hay apenas «nada». Quizás no tendría la película el valor que tiene si no la hubiera hecho después de otra tan juvenil y primaveral como «Día de lluvia en Nueva York», además de que puede darse la circunstancia (tal y como está el mundo y las cosas) de que fuera la última de Woody Allen, aunque cualquier película de este hombre genial, de la primera a la última, es testamentaria.
En el diván del psicólogo
El aparente argumento es la estancia durante el Festival de San Sebastián de un tipo casi octogenario que porta todo el paquete vital y psicológico del propio Allen, aunque lo interpreta Wallace Shawn, algo menos viejo y más bajito que él, pero igual de titubeante, achacoso y mordaz.
El auténtico argumento es otro: una sesión de terapia de este hombre con su psicólogo, y en su diván arranca y termina la película, y lo que vemos es su recuerdo de esos días junto a su joven esposa, enamorada de un joven y presuntuoso director, su fascinación por una doctora española ante la que despliega su catálogo de enfermedades ficticias (genial, como siempre, su pirueta: un hipocondríaco profesional que quiere estar enfermo para poder visitar más a la doctora)…, y su ya notorio y envenenadillo elogio por los grandes maestros del cine europeo, que aquí enaltece de manera brillante incorporando a su historia y sus personajes escenas de películas de Bergman, Godard, Buñuel, Fellini…, son tan directas, sarcásticas, jocosas y conocidas, que no se debería ver en ellas ni un ápice de pedantería.
Lo serio, lo profundamente emocional y propicio para una digestión larga se lo dicen Wallace Shawn y la doctora Elena Anaya, que está maravillosa y sugerente; lo artificioso, pero jugoso, lo aporta su esposa, Gina Gherson, con su gesto de acabarse el tarro de la mermelada con el dedo, y el director francés y pomposo, Louis Garrel, un gran actor cuando sabe de lo que se está riendo.